Memorias del Marqués de Bradomín

TODA LA NOCHE hubo sobresalto y lejano tiroteo de fusilería. Al amanecer comenzaron a llegar heridos, y supimos que la facción alfonsina ocupaba el Santuario de San Cernín. Los soldados cubiertos de lodo exhalaban un vaho húmedo, de los ponchos: Bajaban sin formación por los caminos del monte: Desanimados y recelosos murmuraban que habían sido vendidos.

Yo había obtenido permiso para levantarme, y con la frente apoyada en los cristales de la ventana contemplaba los montes envueltos en la cortina cenicienta de la lluvia. Me sentía muy débil, y al verme en pie con mi brazo cercenado, confieso que era grande mi tristeza. Exaltábase mi orgullo, y sufría presintiendo el goce de algunas viejas amigas de quien no hablaré jamás en mis Memorias. Pasé todo el día en sombrío abatimiento, sentado en uno de los poyos que guarnecían la ventana. La niña de los ojos aterciopelados y tristes, me hizo compañía largos ratos. Una vez le dije:

—¡Hermana Maximina, qué bálsamo me traes?

Ella, sonriendo llena de timidez, vino a sentarse en el otro poyo de la ventana. Yo cogí su mano y comencé a explicarle:

—Hermana Maximina, tú eres dueña de tres bálsamos: Uno lo dan tus palabras, otro tus sonrisas, otro tus ojos de terciopelo…

Con la voz apagada y un poco triste, le hablaba de esta suerte, como a una niña a quien quisiera distraer con un cuento de hadas. Ella me respondía:

—No le creo a usted, pero me gusta mucho oírle… ¡Sabe usted decir todas las cosas, como nadie sabe!…

Y toda roja enmudecía. Después limpiaba los cristales empañados, y mirando al huerto quedábase abstraída. El huerto era triste: Bajo los árboles crecía la yerba espontánea y humilde de los cementerios, y la lluvia goteaba del ramaje sin hojas, negro, adusto. En el brocal del pozo saltaban esos pájaros gentiles que llaman de las nieves, al pie de la tapia balaba una oveja tirando de la jareta que la sujetaba, y por el fondo nublado del cielo iba una bandada de cuervos. Yo repetía en voz baja:

—¡Hermana Maximina!

Volvióse lentamente, como una niña enferma a quien ya no alegran los juegos:

—¿Qué mandaba usted, Señor Marqués?

En sus ojos de terciopelo parecía haber quedado toda la tristeza del paisaje. Yo le dije:

—Hermana Maximina, se abren las heridas de mi alma, y necesito alguno de tus bálsamos. ¿Cuál quieres darme?

—El que usted quiera.

—Quiero el de tus ojos.

Y se los besé paternalmente. Ella batió muchas veces los párpados y quedó seria, contemplando sus manos delicadas y frágiles de mártir infantil. Yo sentía que una profunda ternura me llenaba el alma con voluptuosidad nunca gustada. Era como si un perfume de lágrimas se vertiese en el curso de las horas felices. Volví a murmurar:

—Hermana Maximina…

Y ella, sin alzar la cabeza respondió con la voz vaga y dolorosa:

—Diga, Señor Marqués.

—Digo que eres avara de tus tesoros. ¿Por qué no me miras? ¿Por qué no me hablas? ¿Por qué no me sonríes, Hermana Maximina?

Levantó los ojos tristes y lánguidos como suspiros:

—Estaba pensando que llevaba usted muchas horas de pie. ¿No le hará a usted daño?

Yo tomé sus dos manos y la atraje hacia mí:

—No me hará daño si me haces el don de tus bálsamos.

Por primera vez la besé en los labios: Estaban helados. Olvidé el tono sentimental y con el fuego de los años juveniles le dije:

—¿Serías capaz de quererme?

Ella se estremeció sin responderme. Yo volví a repetir:

—¿Serías capaz de quererme, con tu alma de niña?

—Sí… ¡Le quiero! ¡Le quiero!

Y se arrancó de mis brazos demudada. Huyó y no volví a verla en todo aquel día. Sentado en el poyo de la ventana permanecí mucho tiempo. La luna se levantaba sobre los montes en un cielo anubarrado y fantástico: El huerto estaba oscuro: La casa en santa paz. Sentí que a mis párpados acudía el llanto: Era la emoción del amor, que da una profunda tristeza a las vidas que se apagan. Como la mayor ventura soñé que aquellas lágrimas fuesen enjugadas por la niña de los ojos aterciopelados y tristes. El murmullo del rosario que rezaban las monjas en comunidad, llegaba hasta mí como un eco de aquellas almas humildes y felices que cuidaban a los enfermos cual a los rosales de su huerto, y amaban a Dios Nuestro Señor. Por la sombra del cielo iba la luna sola, lejana y blanca como una novicia escapada de su celda. ¡Era la Hermana Maximina!