Memorias del Marqués de Bradomín

ME ACOSTÉ rendido, y toda la mañana estuve oyendo entre sueños las carreras, las risas y los gritos de las dos pequeñas, que jugaban en la Terraza de los Miradores. Tres puertas del salón que me servía de alcoba daban sobre ella. Dormí poco, y en aquel estado de vaga y angustiosa conciencia, donde advertía cuándo se paraban las niñas ante una de las puertas, y cuando gritaban en los miradores, el moscardón verdoso de la pesadilla daba vueltas sin cesar, como el huso de las brujas hilanderas. De pronto me pareció que las niñas se alejaban: Pasaron corriendo ante las tres puertas: Una voz las llamaba desde el jardín. La terraza quedó desierta. En medio del sopor que me impedía de una manera dolorosa toda voluntad, yo columbraba que mi pensamiento iba extraviándose por laberintos oscuros, y sentía el sordo avispero de que nacen los malos ensueños, las ideas torturantes, caprichosas y deformes, prendidas en un ritmo funambulesco. En medio del silencio resonó en la terraza festivo ladrar de perros y música de cascabeles. Una voz grave y eclesiástica, que parecía venir de más lejos, llamaba:

—¡Aquí, Carabel!… ¡Aquí, Capitán!…

Era el Abad de Brandeso, que había venido al Palacio después de misa, para presentar sus respetos a mis nobles primas:

—¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán!

Concha e Isabel despedían al tonsurado desde la terraza:

—¡Adiós, Don Benicio!

Y el Abad contestaba bajando la escalinata:

—¡Adiós, señoras! Retírense que corre fresco. ¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán!

Percibí distintamente la carrera retozona de los perros. Luego, en medio de un gran silencio, se alzó la voz lánguida de Concha:

—¡Don Benicio, que mañana celebra usted misa en nuestra capilla! ¡No lo eche usted en olvido!…

Y la voz grave y eclesiástica, respondía:

—¡No lo echo en olvido!… ¡No lo echo en olvido!…

Y como un canto gregoriano, se elevaba desde el fondo del jardín entre el cascabeleo de los perros. Después las dos damas se despedían de nuevo. Y la voz grave y eclesiástica repetía:

—¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán!… Díganle al Señor Marqués de Bradomín que hace días, cazando con el Sumiller, descubrimos un bando de perdices. Díganle que a ver cuándo le caemos encima. Resérvenlo al Sumiller, si viene por el Palacio. Me ha encargado el secreto…

Concha e Isabel pasaron ante las tres puertas. Sus voces eran un murmullo fresco y suave. La terraza volvió a quedar en silencio, y en aquel silencio me desperté completamente. No pude volver a conciliar el sueño, e hice sonar la campanilla de plata, que en la penumbra de la alcoba resplandecía con resplandor noble y eclesiástico, sobre una mesa antigua, cubierta con un paño de velludo carmesí. Florisel acudió para servirme, en tanto me vestía. Pasó tiempo, y de nuevo oí las voces de las dos pequeñas que volvían del palomar con Candelaria. Traían una pareja de pichones. Hablaban alborozadas, y la vieja criada les decía, como si refiriese un cuento de hadas, que cortándoles las alas, podrían dejarlos sueltos en el Palacio:

—¡Cuando la madrecita era como vosotras mucho la divertía este divertimiento!

Florisel abrió las tres puertas que daban sobre la terraza, y me asomé para llamar a las niñas, que corrieron a besarme cada una con su paloma blanca. Al verlas recordé aquellos dones celestes concedidos a las princesas infantiles que perfuman la leyenda dorada como lirios de azul heráldico. Las niñas me dijeron:

—¿No sabes que el tío de Lantañón se fue al amanecer, en tu caballo?

—¿Quién os lo ha dicho?

—Hemos ido a verle, y hallamos todo abierto, puertas y ventanas, y la cama deshecha. Candelaria dice que ella le vio salir, y Florisel también.

Yo no pude menos de reírme:

—¿Y vuestra madre lo sabe?

—Sí.

—¿Y qué dice?

Las niñas se miraron vacilantes. Hubo entre ellas un cambio de sonrisas. Después exclamaron a un tiempo:

—Mamá dice que está loco.

Candelaria las llamó, y se alejaron corriendo para cortar las alas a los pichones y soltarlos en las estancias del Palacio. Aquel juego que amaba tanto de niña, la pobre Concha.