L CERRAR la puerta del salón que me servía de alcoba, distinguí en el fondo del corredor una sombra blanca que andaba lentamente, apoyándose en el muro. Era Concha. Llegó sin ruido:
—¿Estás sólo, Xavier?
—Sólo con mis pensamientos, Concha.
—¡Qué mala compañía!
—¡Adivinaste!… Pensaba en ti.
Concha se detuvo en el umbral. Tenía los ojos asustados y sonreía débilmente. Miró hacia el corredor oscuro y estremecióse toda pálida:
—¡He visto una araña negra! ¡Corría por el suelo! ¡Era enorme! No sé si la traigo conmigo.
Y sacudió en el aire su luenga cola blanca. Después entramos, cerrando la puerta sin ruido. Concha se detuvo en medio de la estancia, mostrándome una carta que sacó del pecho:
—¡Es de tu madre!…
—¿Para ti o para mí?
—Para mí.
Me la dio, cubriéndose los ojos con una mano. Yo la veía morderse los labios para no llorar. Al fin estalló en sollozos:
—¡Dios mío!… ¡Dios mío!
—¿Qué te dice?
Concha cruzó las manos sobre su frente casi oscurecida por un mechón de cabellos negros, trágicos, adustos, extendidos como la humareda de una antorcha en el viento:
—¡Lee! ¡Lee! ¡Lee!… ¡Que soy la peor de las mujeres!… ¡Que llevo una vida de escándalo!… ¡Que estoy condenada!… ¡Que le robo su hijo!…
Yo quemé la carta tranquilamente en las luces del candelabro. Concha gimió:
—¡Hubiera querido que la leyeses!
—No, hija mía… ¡Tiene muy mala letra!
Viendo volar la carta en cenizas, la pobre Concha enjugó sus lágrimas:
—¡Que la tía Soledad me escriba así, cuando yo la quiero y la respeto tanto!… ¡Que me odie, que me maldiga, cuando no tendría goce mayor que cuidarla y servirla como si fuera su hija!… ¡Dios mío, qué castigada me veo!… ¡Decirme que hago tu desgracia!…
Yo, sin haber leído la carta de mi madre, me la figuraba. Conocía el estilo. Clamores desesperados y coléricos como maldiciones de una sibila. Reminiscencias bíblicas. ¡Había recibido tantas cartas iguales! La pobre señora era una santa. No está en los altares por haber nacido mayorazga y querer perpetuar sus blasones tan esclarecidos como los de Don Juan Manuel. De reclamar varonía las premáticas nobiliarias y las fundaciones vinculares de su casa, hubiera entrado en un convento, y hubiera sido santa a la española, abadesa y visionaria, guerrera y fanática.
Hacía muchos años que mi madre —María Soledad Carlota Elena Agar y Bendaña— llevaba vida retirada y devota en su Palacio de Bradomín. Era una señora de cabellos grises, muy alta, muy caritativa, crédula y despótica. Yo solía visitarla todos los otoños. Estaba muy achacosa, pero a la vista de su primogénito, parecía revivir. Pasaba la vida en el hueco de un gran balcón, hilando para sus criados, sentada en una silla de terciopelo carmesí, guarnecida con clavos de plata. Por las tardes, el sol que llegaba hasta el fondo de la estancia, marcaba áureos caminos de luz, como la estela de las santas visiones que María Soledad había tenido de niña. En el silencio oíase, día y noche, el rumor lejano del río, cayendo en la represa de nuestros molinos. Mi madre pasaba horas y horas hilando en su rueca de palo santo, olorosa y noble. Sobre sus labios marchitos vagaba siempre el temblor de un rezo. Culpaba a Concha de todos mis extravíos y la tenía en horror. Recordaba, como una afrenta a sus canas, que nuestros amores habían comenzado en el Palacio de Bradomín, un verano que Concha pasó allí, acompañándola. Mi madre era su madrina, y en aquel tiempo la quería mucho. Después no volvió a verla. Un día, estando yo de caza, Concha abandonó para siempre el Palacio. Salió sola, con la cabeza cubierta y llorando, como los herejes que la Inquisición expulsaba de las viejas ciudades españolas. Mi madre la maldecía desde el fondo del corredor. A su lado estaba una criada pálida y con los ojos bajos: Era la delatora de nuestros amores. ¡Tal vez la misma boca habíale contado ahora que el Marqués de Bradomín estaba en el Palacio de Brandeso!… Concha no cesaba de lamentarse:
—¡Bien castigada estoy!… ¡Bien castigada estoy!
Por sus mejillas resbalaban las lágrimas redondas, claras y serenas, como cristales de una joya rota. Los suspiros entrecortaban su voz. Mis labios bebieron aquellas lágrimas sobre los ojos, sobre las mejillas y en los rincones de la boca. Concha apoyó la cabeza en mi hombro, helada y suspirante:
—¡También te escribirá a ti! ¿Qué piensas hacer?
Yo murmuré a su oído:
—Lo que tú quieras.
Ella guardó silencio y quedó un instante con los ojos cerrados. Después, abriéndolos cargados de amorosa y resignada tristeza, suspiró:
—Obedece a tu madre, si te escribe…
Y se levantó para salir. Yo la detuve.
—No dices lo que sientes, Concha.
—Sí lo digo… Ya ves cuánto ofendo todos los días a mi marido… Pues te juro que en la hora de mi muerte, mejor quisiera tener el perdón de tu madre que el suyo…
—Tendrás todos los perdones, Concha… Y la bendición papal.
—¡Ah, si Dios te oyese! ¡Pero Dios no puede oírnos a ninguno de nosotros!
—Se lo diremos a Don Juan Manuel, que tiene más potente voz.
Concha estaba en la puerta y se recogía la cola de su ropón monacal. Movió la cabeza con disgusto:
—¡Xavier! ¡Xavier!
Yo le dije acercándome:
—¿Te vas?
—Sí, mañana vendré.
—Mañana harás como hoy.
—No… Te prometo venir…
Llegó al fondo del corredor y me llamó en voz baja:
—Acompáñame… ¡Tengo mucho miedo a las arañas! No hables alto… Allí duerme Isabel.
Y su mano, que en la sombra era una mano de fantasma, mostrábame una puerta cerrada que se marcaba en la negrura del suelo por un débil resplandor:
—Duerme con luz.
—Sí.
Yo entonces le dije, deteniéndome y reclinando su cabeza en mi hombro:
—¡Ves!… Isabel no puede dormir sola… ¡Imitémosla!
La cogí en brazos como si fuese una niña. Ella reía en silencio. La llevé hasta la puerta de su alcoba, que estaba abierta sobre la oscuridad, y la posé en el umbral.