RA NOCHE de luna, y en el fondo del laberinto cantaba la fuente como un pájaro escondido. Nosotros estábamos silenciosos, con las manos enlazadas. En medio de aquel recogimiento sonaron en el corredor pasos lentos y cansados. Entró Candelaria con una lámpara encendida, y Concha exclamó como si despertase de un sueño:
—¡Ay!… Llévate esa luz.
—¿Pero van a estar a oscuras? Miren que es malo tomar la luna.
Concha preguntó sonriendo:
—¿Por qué es malo, Candelaria?
La vieja repuso, bajando la voz:
—Bien lo sabe, señorita… ¡Por las brujas!
Candelaria se alejó con la lámpara haciendo muchas veces la señal de la cruz, y nosotros volvimos a escuchar el canto de la fuente que le contaba a la luna su prisión en el laberinto. Un reloj de cuco, que acordaba el tiempo del fundador, dio las siete. Concha murmuró:
—¡Qué temprano anochece! ¡Las siete todavía!
—Es el Invierno que llega.
—¿Tú, cuándo tienes que irte?
—¿Yo? Cuando tú me dejes.
Concha suspiró:
—¡Ay! ¡Cuando yo te deje! ¡No te dejaría nunca!
Y estrechó mi mano en silencio. Estábamos sentados en el fondo del mirador. Desde allí veíamos el jardín iluminado por la luna, los cipreses mustios destacándose en el azul nocturno coronados de estrellas, y una fuente negra con aguas de plata. Concha me dijo:
—Ayer he recibido una carta. Tengo que enseñártela.
—¿Una carta, de quién?
—De tu prima Isabel. Viene con las niñas.
—¿Isabel Bendaña?
—Sí.
—¿Pero tiene hijas Isabel?
Concha murmuró tímidamente:
—No, son mis hijas.
Yo sentí pasar como una brisa abrileña sobre el jardín de los recuerdos. Aquellas dos niñas, las hijas de Concha, en otro tiempo me querían mucho, y también yo las quería. Levanté los ojos para mirar a su madre. No recuerdo una sonrisa tan triste en los labios de Concha:
—¿Qué tienes?… ¿Qué te sucede?…
—Nada.
—¿Las pequeñas están con su padre?
—No. Las tengo educándose en el Convento de la Enseñanza.
—Ya serán unas mujeres.
—Sí. Están muy altas.
—Antes eran preciosas. No sé ahora.
—Como su madre.
—No, como su madre nunca.
Concha volvió a sonreir con aquella sonrisa dolorosa, y quedó pensativa contemplando sus manos:
—He de pedirte un favor.
—¿Qué es?
—Si viene Isabel con mis hijas, tenemos que hacer una pequeña comedia. Yo les diré que estás en Lantañón cazando con mi tío. Tú vienes una tarde, y sea porque hay tormenta o porque tenemos miedo a los ladrones, te quedas en el Palacio, como nuestro caballero.
—¿Y cuántos días debe durar mi destierro en Lantañón?
Concha exclamó vivamente:
—Ninguno. La misma tarde que ellas vengan. ¿No te ofendes, verdad?
—No, mi vida.
—Qué alegría me das. Desde ayer estoy dudando, sin atreverme a decírtelo.
—¿Y tú crees que engañaremos a Isabel?
—No lo hago por Isabel, lo hago por mis pequeñas, que son unas mujercitas.
—¿Y Don Juan Manuel?
—Yo le hablaré. Ese no tiene escrúpulos. Es otro descendiente de los Borgias. ¿Tío tuyo, verdad?
—No sé. Tal vez será por ti el parentesco.
Ella contestó riéndose.
—Creo que no. Tengo una idea que tu madre le llamaba primo.
—¡Oh! Mi madre conoce la historia de todos los linajes. Ahora tendremos que consultar a Florisel.
Concha replicó:
—Será nuestro Rey de Armas.
Y al mismo tiempo, en la rosa pálida de su boca temblaba una sonrisa. Luego quedó cavilosa con las manos cruzadas contemplando al jardín. En su jaula de cañas colgada sobre la puerta del mirador, silbaban una vieja riveirana los mirlos que cuidaba Florisel. En el silencio de la noche, aquel ritmo alegre y campesino evocaba el recuerdo de las felices danzas célticas a la sombra de los robles. Concha empezó también a cantar. Su voz era dulce como una caricia. Se levantó y anduvo vagando por el mirador. Allá, en el fondo, toda blanca en el reflejo de la luna, comenzó a bailar uno de esos pasos de égloga alegres y pastoriles. Pronto se detuvo suspirando:
—¡Ay! ¡Cómo me canso! ¿Has visto que he aprendido la riveirana?
Yo repuse riéndome:
—¿Eres también discípula de Florisel?
—También.
Acudí a sostenerla. Cruzó las manos sobre mi hombro y reclinando la mejilla, me miró con sus bellos ojos de enferma. La besé, y ella mordió mis labios con sus labios marchitos.