AS ALMAS enamoradas y enfermas son tal vez las que tejen los más hermosos sueños de la ilusión. Yo nunca había visto a Concha ni tan alegre ni tan feliz. Aquel renacimiento de nuestros amores fue como una tarde otoñal de celajes dorados, amable y melancólica. ¡Tarde y celajes que yo pude contemplar desde los miradores del Palacio, cuando Concha con romántica fatiga se apoyaba en mi hombro! Por el campo verde y húmedo, bajo el sol que moría ondulaba el camino. Era luminoso y solitario. Concha suspiró con la mirada perdida:
—¡Por ese camino hemos de irnos los dos!
Y levantaba su mano pálida, señalando a lo lejos los cipreses del cementerio. La pobre Concha hablaba de morir sin creer en ello. Yo me burlaba:
—Concha, no me hagas suspirar. Ya sabes que soy un príncipe a quien tienes encantado en tu Palacio. Si quieres que no se rompa el encanto, has de hacer de mi vida un cuento alegre.
Concha, olvidando sus tristezas del crepúsculo, sonreía:
—Ese camino es también por donde tú has venido…
La pobre Concha procuraba mostrarse alegre. Sabía que todas las lágrimas son amargas y que el aire de los suspiros, aun cuando perfumado y gentil, sólo debe durar lo que una ráfaga. ¡Pobre Concha! Era tan pálida y tan blanca como esos ramos de azucenas que embalsaman las capillas con más delicado perfume al marchitarse. De nuevo levantó su mano, diáfana como mano de hada:
—¿Ves, allá lejos, un jinete?
—No veo nada.
—Ahora pasa la Fontela.
—Sí, ya le veo.
—Es el tío Don Juan Manuel.
—¡El magnífico hidalgo del Pazo de Lantañón!
Concha hizo un gesto de lástima.
—¡Pobre señor! Estoy segura que viene a verte.
Don Juan Manuel se había detenido en medio del camino, y levantándose sobre los estribos y quitándose el chambergo, nos saludaba. Después, con voz poderosa, que fue repetida por un eco lejano, gritó:
—¡Sobrina! ¡Sobrina! ¡Manda abrir la cancela del jardín!
Concha levantó los brazos indicándole que ya mandaba, luego volviéndose a mí, exclamó riéndose:
—Dile tú que ya van.
Yo rugí, haciendo bocina con las manos:
—¡Ya van!
Pero Don Juan Manuel aparentó no oírme. El privilegio de hacerse entender a tal distancia, era suyo no más. Concha se tapó los oídos:
—Calla, porque jamás confesará que te oye.
Yo seguí rugiendo:
—¡Ya van! ¡Ya van!
Inútilmente. Don Juan Manuel se inclinó acariciando el cuello del caballo. Había decidido no oírme. Después volvió a levantarse sobre los estribos:
—¡Sobrina! ¡Sobrina!
Concha se apoyaba en la ventana riendo como una niña feliz:
—¡Es magnífico!
Y el viejo seguía gritando desde el camino:
—¡Sobrina! ¡Sobrina!
Es verdad que era magnífico aquel Don Juan Manuel Montenegro. Sin duda le pareció que no acudían a franquearle la entrada con toda la presteza requerida, porque hincando las espuelas al caballo, se alejó al galope. Desde lejos, se volvió gritando:
—No puedo detenerme. Voy a Viana del Prior. Tengo que apalear a un escribano.
Florisel, que bajaba corriendo para abrir la cancela, se detuvo a mirar cuán gallardamente se partía. Después volvió a subir la vieja escalinata revestida de yedra. Al pasar por nuestro lado, sin levantar los ojos, pronunció solemne y doctoral:
—¡Gran señor, muy gran señor, es Don Juan Manuel!
Creo que era una censura, porque nos reíamos del viejo hidalgo. Yo le llamé:
—Oye, Florisel.
Se detuvo temblando.
—¿Qué me mandaba?
—¿Tan gran señor te parece Don Juan Manuel?
—Mejorando las nobles barbas que me oyen.
Y sus ojos infantiles, fijos en Concha, demandaban perdón. Concha hizo un gesto de reina indulgente. Pero lo echó a perder, riendo como una loca. El paje se alejó en silencio. Nosotros nos besamos alegremente, y antes de desunir las bocas, oímos el canto lejano de los mirlos, guiados por la flauta de caña que tañía Florisel.