Memorias del Marqués de Bradomín

NO HABÍA llevado conmigo ningún criado, y Concha, que tenía esas burlas de las princesas en las historias picarescas, puso un paje a mi servicio para honrarme mejor, como decía riéndose. Era un niño recogido en el Palacio. Aún le veo asomar en la puerta y quitarse la montera, preguntando respetuoso y humilde:

—¿Dá su licencia?

—Adelante.

Entró con la frente baja y la monterilla de paño blanco colgada de las dos manos:

—Dice la señorita, mi ama, que me mande en cuanto se le ofrezca.

—¿En dónde queda?

—En el jardín.

Y permaneció en medio de la cámara, sin atreverse a dar un paso. Creo que era el primogénito de los caseros que Concha tenía en sus tierras de Lantaño y uno de los cien ahijados de su tío Don Juan Manuel Montenegro, aquel hidalgo visionario y pródigo que vivía en el Pazo de Lantañón. Es un recuerdo que todavía me hace sonreir. El favorito de Concha no era rubio ni melancólico como los pajes de las baladas, pero con los ojos negros y con los carrillos picarescos melados por el sol, también podía enamorar princesas. Le mandé que abriese los balcones y obedeció corriendo. El aura perfumada y fresca del jardín penetró en la cámara, y las cortinas flamearon alegremente. El paje había dejado la montera sobre una silla, y volvió a recogerla. Yo le interrogué:

—¿Tú sirves en el Palacio?

—Sí, señor.

—¿Hace mucho?

—Va para dos años.

—¿Y qué haces?

—Pues hago todo lo que me mandan.

—¿No tienes padres?

—Tengo, sí, señor.

—¿Qué hacen tus padres?

—Pues no hacen nada. Cavan la tierra.

Tenía las respuestas estoicas de un paria. Con su vestido de estameña, sus ojos tímidos, su fabla visigótica y sus guedejas trasquiladas sobre la frente, con tonsura casi monacal, perecía el hijo de un antiguo siervo de la gleba:

—¿Y fue la señorita quien te ha mandado venir?

—Sí, señor. Hallábame yo en el patín deprendiéndole la riveirana al mirlo nuevo, que los viejos ya la tienen deprendida, cuando la señorita bajó al jardín y me mandó venir.

—¿Tú eres aquí el maestro de los mirlos?

—Sí, señor.

—¿Y ahora, además, eres mi paje?

—Sí, señor.

—¡Altos cargos!

—Sí, señor.

—¿Y cuántos años tienes?

—Paréceme… Paréceme…

El paje fijó los ojos en la monterilla, pasándola lentamente de una mano a otra, sumido en hondas cavilaciones:

—Paréceme que han de ser doce, pero no estoy cierto.

—¿Antes de venir al Palacio, dónde estabas?

—Servía en la casa de Don Juan Manuel.

—¿Y qué hacías allí?

—Allí enseñaba al hurón.

—¡Otro cargo palatino!

—Sí, señor.

—¿Y cuántos mirlos tiene la señorita?

El paje hizo un gesto desdeñoso:

—¡Tan siquiera uno!

—¿Pues de quién son?

—Son míos… Cuando los tengo bien adeprendidos, se los vendo.

—¿A quién se los vendes?

—Pues a la señorita, que me los merca todos. ¿No sabe que los quiere para echarlos a volar? La señorita desearía que silbasen la riveirana sueltos en el jardín, pero ellos se van lejos. Un domingo, por el mes de San Juan, venía yo acompañando a la señorita: Pasados los prados de Lantañón, vimos un mirlo que, muy puesto en la rama de un cerezo, estaba cantando la riveirana. Acuerdóme que entonces dijo la señorita: ¡Míralo adónde se ha venido el caballero!

Aquel relato ingenuo me hizo reír, y el paje al verlo rióse también. Sin ser rubio ni melancólico, era digno de ser paje de una princesa y cronista de un reinado. Yo le pregunté:

—¿Qué es más honroso, enseñar hurones o mirlos?

El paje respondió después de meditarlo un instante:

—¡Todo es igual!

—¿Y cómo has dejado el servicio de Don Juan Manuel?

—Porque tiene muchos criados… ¡Qué gran caballero es Don Juan Manuel!… Dígole que en el Pazo todos los criados le tenían miedo. Don Juan Manuel es mi padrino, y fue quien me trujo al Palacio para que sirviese a la señorita.

—¿Y dónde te iba mejor?

El paje fijó en mí sus ojos negros e infantiles, y con la monterilla entre las manos, formuló gravemente:

—Al que sabe ser humilde, en todas partes le va bien.

Era una réplica calderoniana. ¡Aquel paje también sabía decir sentencias! Ya no podía dudarse de su destino. Había nacido para vivir en un palacio, educar los mirlos, amaestrar los hurones, ser ayo de un príncipe y formar el corazón de un gran rey.