Memorias del Marqués de Bradomín

ESTÁBAMOS sentados en el sofá y hacía mucho tiempo que hablábamos. La pobre Concha me contaba su vida durante aquellos dos años que estuvimos sin vernos. Una de esas vidas silenciosas y resignadas que miran pasar los días con una sonrisa triste, y lloran de noche en la oscuridad. Yo no tuve que contarle mi vida. Sus ojos parecían haberla seguido desde lejos, y la sabían toda. ¡Pobre Concha! Al verla demacrada por la enfermedad, y tan distinta y tan otra de lo que había sido, experimenté un cruel remordimiento por haber escuchado su ruego aquella noche en que llorando y de rodillas, me suplicó que la olvidase y que me fuese. ¡Su madre, una santa enlutada y triste, había venido a separarnos! Ninguno de nosotros quiso recordar el pasado y permanecimos silenciosos. Ella resignada. Yo con aquel gesto trágico y sombrío que ahora me hace sonreir. Un hermoso gesto que ya tengo un poco olvidado, porque las mujeres no se enamoran de los viejos, y sólo está bien en un Don Juan juvenil. ¡Ay, si todavía con los cabellos blancos, y las mejillas tristes, y la barba senatorial y augusta, puede quererme una niña, una hija espiritual llena de gracia y de candor, con ella me parece criminal otra actitud que la de un viejo prelado, confesor de princesas y teólogo de amor! Pero a la pobre Concha el gesto de Satán arrepentido la hacía temblar y enloquecer: Era muy buena, y fue por eso muy desgraciada. La pobre, dejando asomar a sus labios aquella sonrisa doliente que parecía el alma de una flor enferma, murmuró:

—¡Qué distinta pudo haber sido nuestra vida!

—¡Es verdad!… Ahora no comprendo cómo obedecí tu ruego. Fue sin duda porque te vi llorar.

—No seas engañador. Yo creí que volverías… ¡Y mi madre tuvo siempre ese miedo!

—No volví porque esperaba que tú me llamases. ¡Ah, el Demonio del orgullo!

—No, no fue el orgullo… Fue otra mujer… Hacía mucho tiempo que me traicionabas con ella. Cuando lo supe, creí morir. ¡Tan desesperada estuve, que consentí en reunirme con mi marido!

Cruzó las manos mirándome intensamente, y con la voz velada, y temblando su boca pálida, sollozó:

—¡Qué dolor cuando adiviné por qué no habías venido! ¡Pero no he tenido para ti un solo día de rencor!

No me atreví a engañarla en aquel momento, y callé sentimental. Concha pasó sus manos por mis cabellos, y enlazando los dedos sobre mi frente, suspiró:

—¡Qué vida tan agitada has llevado durante estos dos años!… ¡Tienes casi todo el pelo blanco!…

Yo también suspiré doliente:

—¡Ay! Concha, son las penas.

—No, no son las penas. Otras cosas son… Tus penas no pueden igualarse a las mías, y yo no tengo el pelo blanco…

Me incorporé para mirarla. Quité el alfilerón de oro que sujetaba el nudo de los cabellos, y la onda sedosa y negra rodó sobre sus hombros:

—Ahora tu frente brilla como un astro bajo la crencha de ébano. Eres blanca y pálida como la luna. ¿Te acuerdas cuando quería que me disciplinases con la madeja de tu pelo?… Concha, cúbreme ahora con él.

Amorosa y complaciente, echó sobre mí el velo oloroso de su cabellera. Yo respiré con la faz sumergida como en una fuente santa, y mi alma se llenó de delicia y de recuerdos florecidos. El corazón de Concha latía con violencia, y mis manos trémulas desabrocharon su túnica, y mis labios besaron sobre la carne, ungidos de amor como de un bálsamo:

—¡Mi vida!

—¡Mi vida!

Concha cerró un momento los ojos, y poniéndose en pie, comenzó a recogerse la madeja de sus cabellos:

—¡Vete!… ¡Vete por Dios!…

Yo sonreí mirándola:

—¿Adónde quieres que me vaya?

—¡Vete!… Las emociones me matan, y necesito descansar. Te escribí que vinieses, porque ya entre nosotros no puede haber más que un cariño ideal… Tú comprenderás que enferma como estoy, no es posible otra cosa. Morir en pecado mortal… ¡Que horror!

Y más pálida que nunca cruzó los brazos, apoyando las manos sobre los hombros en una actitud resignada y noble que le era habitual. Yo me dirigí a la puerta:

—¡Adiós, Concha!

Ella suspiró:

—¡Adiós!

—¿Quieres llamar a Candelaria para que me guíe por esos corredores?

—¡Ah!… ¡Es verdad que aún no sabes!…

Fue al tocador y golpeó en el «tan-tan». Esperamos silenciosos sin que nadie acudiese. Concha me miró indecisa:

—Es problable que Candelaria ya esté acostada…

—En ese caso…

Me vio sonreir, y movió la cabeza seria y triste.

—En ese caso, yo te guiaré.

—Tú no debes exponerte al frío.

—Sí, sí…

Tomó uno de los candelabros del tocador, y salió presurosa, arrastrando la luenga cola de su ropón monacal. Desde la puerta volvió la cabeza llamándome con los ojos, y toda blanca como un fantasma, desapareció en la oscuridad del corredor. Salí tras ella, y la alcancé:

—¡Qué loca estás!

Rióse en silencio y tomó mi brazo para apoyarse. En la cruz de dos corredores abríase una antesala redonda, grande y desmantelada, con cuadros de santos y arcones antiguos. En un testero arrojaba cerco mortecino de luz, la mariposa de aceite que alumbraba los pies lívidos y atarazados de Jesús Nazareno. Nos detuvimos al ver la sombra de una mujer arrebujada en el hueco del balcón. Tenía las manos cruzadas en el regazo, y la cabeza dormida sobre el pecho. Era Candelaria que al ruido de nuestros pasos despertó sobresaltada:

—¡Ah!… Yo esperaba aquí, para enseñarle su habitación al Señor Marqués.

Concha le dijo:

—Creí que te habías acostado, mujer.

Seguimos en silencio hasta la puerta entornada de una sala donde había luz. Concha soltó mi brazo y se detuvo temblando y muy pálida: Al fin entró. Aquella era mi habitación. Sobre una consola antigua ardían las bujías de dos candelabros de plata. En el fondo, veíase la cama entre antiguas colgaduras de damasco. Los ojos de Concha lo examinaron todo con maternal cuidado. Se detuvo para oler las rosas frescas que había en un vaso, y después se despidió:

—¡Adiós, hasta mañana!

Yo la levanté en brazos como a una niña:

—No te dejo ir.

—¡Sí, por Dios!

—No, no.

Y mis ojos reían sobre sus ojos, y mi boca reía sobre su boca. Las babuchas turcas cayeron de sus pies, sin dejarla posar en el suelo, la llevé hasta la cama, donde la deposité amorosamente. Ella entonces ya se sometía feliz. Sus ojos brillaban, y sobre la piel blanca de las mejillas se pintaban dos hojas de rosa. Apartó mis manos dulcemente, y un poco confusa empezó a desabrocharse la túnica blanca y monacal, que se deslizó a lo largo del cuerpo pálido y estremecido. Abrí las sábanas y refugióse entre ellas. Entonces comenzó a sollozar, y me senté a la cabecera consolándola. Aparentó dormirse, y me acosté.