Memorias del Marqués de Bradomín

DEJÓ LAS TENAZAS, y me tendió los brazos para levantarse del suelo. Nos contemplamos en el fondo de los ojos, que brillaban con esa alegría de los niños, que han llorado mucho y luego ríen olvidadizos. El velador ya tenía puestos los manteles, y nosotros con las manos todavía enlazadas, fuimos a sentarnos en los sillones que acababa de arrastrar Teresina. Concha me dijo:

—¿Recuerdas cuántos años hace que estuviste aquí con tu pobre madre, la tía Soledad?

—Sí. ¿Y tú te acuerdas?

—Hace veintitrés años. Tenía yo ocho. Entonces me enamoré de ti. ¡Lo que sufría al verte jugar con mis hermanas mayores! Parece mentira que una niña pueda sufrir tanto con los celos. Más tarde, de mujer, me has hecho llorar mucho, pero entonces tenía el consuelo de recriminarte.

—¡Sin embargo, qué segura has estado siempre de mi cariño!… ¡Y cómo lo dice tu carta!

Concha parpadeó para romper las lágrimas que temblaban en sus pestañas.

—No estaba segura de tu cariño: Era de tu compasión.

Y su boca reía melancólicamente, y sus ojos brillaban con dos lágrimas rotas en el fondo. Quise levantarme para consolarla, y me detuvo con un gesto. Entraba Teresina. Nos pusimos a comer en silencio. Concha, para disimular sus lágrimas, alzó la copa y bebió lentamente, al dejarla sobre el mantel la tomé de su mano y puse mis labios donde ella había puesto los suyos. Concha se volvió a su doncella:

—Llame usted a Candelaria que venga a servirnos.

Teresina salió, y nosotros nos miramos sonriendo:

—¿Por qué mandas llamar a Candelaria?

—Porque te tengo miedo, y la pobre Candelaria ya no se asusta de nada.

—Candelaria es indulgente para nuestros amores como un buen jesuita.

—¡No empecemos!… ¡No empecemos!…

Concha movía la cabeza con gracioso enfado, al mismo tiempo que apoyaba un dedo sobre sus labios pálidos:

—No te permito que poses ni de Aretino ni de César Borgia.

La pobre Concha era muy piadosa, y aquella admiración estética que yo sentía en mi juventud por el hijo de Alejandro VI, le daba miedo como si fuese el culto al Diablo. Con exageración risueña y asustadiza me imponía silencio:

—¡Calla!… ¡Calla!

Mirándome de soslayo volvió lentamente la cabeza:

—Candelaria, pon vino en mi copa…

Candelaria, que con las manos cruzadas sobre su delantal almidonado y blanco, se situaba en aquel momento a espaldas del sillón, apresuróse a servirla. Las palabras de Concha, que parecían perfumadas de alegría, se desvanecieron en una queja. Vi que cerraba los ojos con angustiado gesto, y que su boca, una rosa descolorida y enferma, palidecía más. Me levanté asustado:

—¿Qué tienes? ¿Qué te pasa?

No pudo hablar. Su cabeza lívida desfallecía sobre el respaldo del sillón. Candelaria fue corriendo al tocador y trajo un pomo de sales. Concha exhaló un suspiro y abrió los ojos llenos de vaguedad y de extravío, como si despertase de un sueño poblado de quimeras. Fijando en mí la mirada, murmuró débilmente:

—No ha sido nada. Siento únicamente el susto tuyo.

Después, pasando la mano por la frente, respiró con ansia. La obligué a que bebiese unos sorbos de caldo. Reanimóse, y su palidez se iluminó con tenue sonrisa. Me hizo sentar, y continuó tomando el caldo por sí misma. Al terminar, sus dedos delicados alzaron la copa del vino y me la ofrecieron trémulos y gentiles: Por complacerla humedecí los labios: Concha apuró después la copa y no volvió a beber en toda la noche.