E ACOSTÉ rendido, pero el recuerdo de la Niña Chole túvome desvelado hasta cerca del amanecer. Eran vanos todos mis esfuerzos por ahuyentarle: Revoloteaba en mi memoria, surgía entre la niebla de mis pensamientos, ingrávido, funambulesco, torturador. Muchas veces, en el vago tránsito de la vigilia al sueño, me desperté con sobresalto. Al cabo, vencido por la fatiga, caí en un sopor febril, poblado de pesadillas. De pronto abrí los ojos en la oscuridad. Con gran sorpresa mía hallábame completamente despierto. Quise conciliar otra vez el sueño, pero no pude conseguirlo. Un perro comenzó a ladrar debajo de mi ventana, y entonces recordé vagamente haber escuchado sus ladridos momentos antes, mientras dormía. Agitado por el desvelo me incorporé en las almohadas. La luz de la luna esclarecía el fondo de la estancia, porque yo había dejado abiertas las ventanas a causa del calor. Me pareció oír voces apagadas de gente que vagaba por el huerto. El perro había enmudecido, las voces se desvanecían. De nuevo quedó todo en silencio, y en medio del silencio oí el galope de un caballo que se alejaba. Me levanté para cerrar la ventana. La cancela del huerto estaba abierta, y sentí nacer una sospecha, aun cuando el camino rojo, iluminado por la luna, veíase desierto entre los susurrantes maizales. Permanecí algún tiempo en atalaya. Aquellos campos parecían muertos bajo la luz blanca de la luna: Sólo reinaba sobre ellos el viento murmurador. Sintiendo que el sueño me volvía, cerré la ventana. Sacudido por largo estremecimiento me acosté. Apenas había cerrado los ojos cuando el eco apagado de algunos escopetazos me sobresaltó: Lejanos silbidos eran contestados por otros: Volvía a oírse el galope de un caballo. Iba a levantarme cuando quedó todo en silencio. Después al cabo de mucho tiempo, resonaron en el huerto sordos golpes de azada, como si estuviesen cavando una cueva. Debía ser cerca del amanecer, y me dormí. Cuando el mayordomo entró a despertarme, dudaba si había soñado: Sin embargo le interrogué:
—¿Qué batalla habéis dado esta noche?
El mayordomo inclinó la cabeza tristemente:
—¡Esta noche han matado al valedor más valedor de México!
—¿Quién le mató?
—Una bala, señor.
—¿Una bala, de quién?
—Pues de algún hijo de mala madre.
—¿Ha salido mal el golpe de los plateados?
—Mal, señor.
—¿Tú llevabas parte?
El mayordomo levantó hasta mí los ojos ardientes:
—Yo, jamás, señor.
La fiera arrogancia con que llevó su mano al corazón, me hizo sonreir, porque el viejo soldado de Don Carlos, con su atezada estampa y el chambergo arremangado sobre la frente, y los ojos sombríos, y el machete al costado, lo mismo parecía un hidalgo que un bandolero. Quedó un momento caviloso, y luego, manoseando la barba, me dijo:
—Sépalo vuecencia: Si tengo amistad con los plateados, es porque espero valerme de ellos… Son gente brava y me ayudarán… Desde que llegué a esta tierra tengo un pensamiento. Sépalo vuecencia: Quiero hacer emperador a Don Carlos V.
El viejo soldado se enjugó una lágrima. Yo quedé mirándole fijamente:
—¿Y cómo le daremos un Imperio, Brión?
Las pupilas del mayordomo brillaron enfoscadas bajo las cejas grises:
—Se lo daremos, señor… Y después la corona de España.
Volví a preguntarle con una punta de burla:
—¿Pero ese Imperio cómo se lo daremos?
—Volviéndole estas Indias. Más difícil cosa fue ganarlas en los tiempos antiguos de Hernán Cortés. Yo tengo el libro de esa Historia. ¿Ya lo habrá leído vuecencia?
Los ojos del mayordomo estaban llenos de lágrimas. Un rudo temblor que no podía dominar agitaba su barba berberisca. Se asomó a la ventana, y mirando hacia el camino guardó silencio. Después suspiró:
—¡Esta noche hemos perdido al hombre que más podía ayudarnos! A la sombra de aquel cedro está enterrado.
—¿Quién era?
—El capitán de los plateados, que halló aquí vuecencia.
—¿Y sus hombres han muerto también?
—Se dispersaron. Entró en ellos el pánico. Habían secuestrado a una linda criolla, que tiene harta plata, y la dejaron desmayada en medio del camino. Yo, compadecido, la traje hasta aquí. ¡Si quiere verla vuecencia!
—¿Es linda de veras?
—Como una santa.
Me levanté, y precedido de Brión, salí. La criolla estaba en el huerto tendida en una hamaca colgada de dos árboles. Algunos pequeñuelos indios, casi desnudos, se disputaban mecerla. La criolla tenía el pañuelo sobre los ojos y suspiraba. Al sentir nuestros pasos volvió lánguidamente la cabeza y lanzó un grito:
—¡Mi rey!… ¡Mi rey querido!…
Sin desplegar los labios le tendí los brazos. Yo he creído siempre que en achaques de amor todo se cifra en aquella máxima divina que nos manda olvidar las injurias.