Memorias del Marqués de Bradomín

YO VEÍA DANZAR entre las lenguas de la llama una sombra femenil indecisa y desnuda: La veía, aun cerrando los ojos, con la fuerza quimérica y angustiosa que tienen los sueños de la fiebre. ¡Cuitado de mí! Era una de esas visiones místicas y carnales con que el diablo tentaba en otro tiempo a los santos ermitaños: Yo creía haber roto para siempre las redes amorosas del pecado, y el Cielo castigaba tanta arrogancia dejándome en abandono. Aquella mujer desnuda, velada por las llamas, era la Niña Chole. Tenía su sonrisa y su mirar. Mi alma empezaba a cubrirse de tristeza y a suspirar románticamente. La carne flaca se estremecía de celos y de cólera. Todo en mí clamaba por la Niña Chole. Estaba arrepentido de no haber dado muerte al incestuoso raptor, y el pensamiento de buscarle a través de la tierra mexicana se hacía doloroso: Era una culebra enroscada al corazón, que me mordía y me envenenaba. Para libertarme de aquel suplicio, llamé al indio que llevaba de guía. Acudió tiritando:

—¿Qué mandaba, señor?

—Vamos a ponernos en camino.

—Mala es la sazón, señor. Corren ahora muchas torrenteras.

Yo tuve un momento de duda:

—¿Qué distancia hay a la Hacienda de Tixul?

—Dos horas de camino, señor.

Me incorporé violentamente:

—Que ensillen.

Y esperé calentándome ante el fuego, mientras el guía llevaba la orden y se ponía la gente en traza de partir. Mi sombra bailaba con la llama de las hogueras, y alargábase fantástica sobre la tierra negra. Yo sentía dentro de mí la sensación de un misterio pavoroso y siniestro. Quizá iba a mudar de propósito cuando un tropel de indios acudió con mi caballo. A la luz de la hoguera ajustaron las cinchas y repararon las bridas. El guía, silencioso y humilde, vino a tomar el diestro. Monté y partimos.

Caminamos largo tiempo por un terreno onduloso, entre cactus gigantescos que sacudidos por el viento, imitaban rumor de torrentes. De tiempo en tiempo la luna rasgaba los trágicos nubarrones, e iluminaba nuestra marcha derramando tibia claridad. Delante de mi caballo volaba, con silencioso vuelo, un pájaro nocturno: Se posaba a corta distancia, y al acercarme agitaba las negras alas e iba a posarse más lejos, lanzando un graznido plañidero, que era su canto. Mi guía, supersticioso como todos los indios, creía entender en aquel grito la palabra judío, y cuando oía esta ofensa que el pájaro le lanzaba siempre al abrir las sombrías alas, replicaba gravemente:

—¡Cristiano, y muy cristiano!

Yo le interrogué:

—¿Qué pájaro es ese?…

—El tapa-caminos, señor.

De esta suerte llegamos a mis dominios. La casa, mandada edificar por un virrey, tenía el aspecto señorial y campesino que tienen en España las casas de los hidalgos. Un tropel de jinetes estaba delante de la puerta. A juzgar por su atavío, eran plateados. Formaban rueda, y las calabazas llenas de café, corrían de mano en mano. Los chambergos bordados brillaban a la luz de la luna. En mitad del camino estaba apostado un jinete: Era viejo y avellanado: Tenía los ojos fieros y una mano cercenada. Al acercarnos nos gritó:

—¡Ténganse allá!

Yo respondí de mal talante, enderezándome en la silla:

—Soy el Marqués de Bradomín.

El viejo partió al galope y reunióse con los que apuraban las calabazas de café ante la puerta. Yo distinguí claramente a la luz de la luna, cómo se volvían los unos a los otros, y cómo se hablaban tomando consejo, y cómo después recobraban las riendas y se partían. Cuando yo llegué, la puerta estaba franca y aún se oía el galope de sus caballos. El mayordomo que esperaba en el umbral, adelantóse a recibirme, y tomando el caballo del rendaje tornóse hacia la casa, gritando:

—¡Sacad acá un candil!… ¡Alumbrad la escalera!…

En lo alto de la ventana asomó la forma negra de una vieja con un velón encendido:

—¡Alabado sea Dios que le trujo con bien por medio de tantos peligros!

Y para alumbrarnos mejor, encorvábase fuera de la ventana y alargaba su brazo negro, que temblaba con el velón. Entramos en el zaguán, y casi al mismo tiempo reaparecía la vieja en lo alto de la escalera:

—¡Alabado sea Dios, y cómo se le conoce la mucha nobleza y generosidad de su sangre!

La vieja nos guio hasta una sala enjalbegada, que tenía todas las ventanas abiertas. Dejó el velón sobre una mesa de torneados pies, y se alejó:

—¡Alabado sea Dios, y qué juventud más galana!

Me senté, y el mayordomo quedóse a distancia contemplándome. Era un antiguo soldado de Don Carlos, emigrado después de la traición de Vergara. Sus ojos negros y hundidos tenían un brillo de lágrimas. Yo le tendí la mano con familiar afecto:

—Siéntate, Brión… ¿Qué tropa era esa?

—Plateados, señor.

—¿Son amigos tuyos?

—¡Y buenos amigos!… Aquí hay que vivir como vivía en sus cortijos de Andalucía mi señora la Condesa de Barbazón, abuela de vuecencia. José María la respetaba como a una reina, porque tenía en mi señora su mejor madrina…

—¿Y estos cuatreros mexicanos tienen el garbo de los andaluces?

Brión bajó la voz para responder:

—Saben robar… No les impone el matar… Tienen discurso… Y con todo no llegan a los ladrones de la Andalucía. Les falta la gracia, que es al modo de la sal en la vianda. ¡Y no son los de la Andalucía más guapos en el arreo! ¡No es el arreo!…

En aquel momento entró la vieja a decir que estaba dispuesta la colación. Yo me puse de pie, y ella tomó la luz de encima de la mesa para alumbrarme el camino.

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