Memorias del Marqués de Bradomín

YA EL TROPEL de centauros nadaba por el centro del Tixul, cuando un cocodrilo que en la otra orilla parecía sumido en éxtasis, entró lentamente en el agua y desapareció… No quise hacer más larga espera en la playa, y halagando el cuello de mi caballo, le fui metiendo en la laguna paso a paso. Cuando tuvo el agua a la cincha comenzó a nadar, y casi al mismo tiempo me reconocí cercado por un copo fantástico de ojos redondos, amarillentos, nebulosos, que aparecían solos a flor de agua… ¡Aquellos ojos me miraban, estaban fijos en mí!… Confieso que en tal momento sentí el frío y el estremecimiento del miedo. El sol hallábase en el ocaso, y como yo lo llevaba de frente, me hería y casi me cegaba, de suerte que para esquivarle érame forzoso contemplar las mudas ondas del Tixul, aun cuando me daba vértigo aquel poder de los caimanes para no dejar fuera del agua más que los ojos de monstruos, ojos sin párpados, que unas veces giran en todos sentidos y otras se fijan con una mirada estacionaria… Hasta que el caballo volvió a cobrar tierra bajo el casco, lanzándose seguro hacia la orilla, no respiré sin zozobra. Mi gente esperaba tendida a lo largo, corriendo y caracoleando. Nos reunimos y continuamos la ruta a través de los negros arenales.

Se puso el sol entre presagios de tormenta. El terral soplaba con furia, removiendo y aventando las arenas, como si quisiese tomar posesión de aquel páramo inmenso todo el día letargado por el calor. Espoleamos los caballos y corrimos contra el viento y el polvo. Ante nosotros se extendían las dunas en la indecisión del crepúsculo desolado y triste, agitado por las ráfagas apocalípticas de un ciclón. Casi rasando la tierra pasaban bandadas de buitres con revoloteo tardo, fatigado e incierto. Cerró la noche y a lo lejos vimos llamear muchas hogueras. De tiempo en tiempo un relámpago rasgaba el horizonte y las dunas aparecían solitarias y lívidas. Empezaron a caer gruesas gotas de agua. Los caballos sacudían las orejas y temblaban como calenturientos. Las hogueras, atormentadas por el huracán, se agitaban de improviso o menguaban hasta desaparecer. Los relámpagos, cada vez más frecuentes, dejaban en los ojos la visión temblorosa y fugaz del paraje inhospito. Nuestros caballos con las crines al viento, lanzaban relinchos de espanto y procuraban orientarse, buscándose en la oscuridad de la noche bajo el aguacero. La luz caótica de los relámpagos, daba a la yerma vastedad el aspecto de esos parajes quiméricos de las leyendas penitentes: Desiertos de cenizas y arenales sin fin que rodean el Infierno.

Guiándonos por las hogueras, llegamos a un gran raso de yerba donde cabeceaban, sacudidos por el viento, algunos cocoteros desgreñados, enanos y salvajes. El aguacero había cesado repentinamente y la tormenta parecía ya muy lejana. Dos o tres perros salieron ladrando a nuestro encuentro, y en la lejanía otros ladridos respondieron a los suyos. Vimos en torno de la lumbre agitarse y vagar figuras de mal agüero: Rostros negros y dientes blancos que las llamas iluminaban. Nos hallábamos en un campo de jarochos, mitad bandoleros y mitad pastores, que conducían numerosos rebaños a las ferias de Grijalba.

Al vernos llegar galopando en tropel, de todas partes acudían hombres negros y canes famélicos: Los hombres tenían la esbeltez que da el desierto y actitudes de reyes bárbaros magníficas, sanguinarias… En el cielo la luna, enlutada como viuda ideal, dejaba caer la tenue sonrisa de su luz sobre la ruda y aulladora tribu. A veces entre el vigilante ladrido de los canes y el áspero vocear del pastoreo errante, percibíase el estremecimiento de las ovejas, y llegaban hasta nosotros ráfagas de establo, campesinas y robustas como un aliento de vida primitiva. Sonaban las esquilas con ingrávido campanilleo, ardían en las fogatas haces de olorosos rastrojos, y el humo subía blanco, feliz y cargado de aromas, como el humo de los rústicos y patriarcales sacrificios.

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