E UN CABO al otro recorrimos la feria. Sobre el lindar del bosque, a la sombra de los cocoteros, la gente criolla bebía y cantaba con ruidoso jaleo de olés y palmadas. Reía el vino en las copas, y la guitarra española, sultana de la fiesta, lloraba sus celos moriscos y sus amores con la blanca luna de la Alpujarra. El largo lamento de las guajiras expiraba deshecho entre las herraduras de los caballos. Los asiáticos, mercaderes chinos y japoneses, pasaban estrujados en el ardiente torbellino de la feria, siempre lacios, siempre mustios, sin que un estremecimiento alegre recorriese su trenza. Amarillentos como figuras de cera, arrastraban sus chinelas entre el negro gentío, pregonando con femeniles voces abanicos de sándalo y bastones de carey. Recorrimos la feria sin dar vista por parte alguna a las tales jacas blancas. Ya nos tornábamos, cuando me sentí detenido por el brazo. Era la Niña Chole: Estaba muy pálida, y aun cuando procuraba sonreir, temblaban sus labios, y adiviné una gran turbación en sus ojos: Puso ambas manos en mis hombros y exclamó con fingida alegría:
—Oye, no quiero verte enfadado.
Colgándose de mi brazo, añadió:
—Me aburría, y he salido… A espaldas del jacal hay un reñidero de gallos. ¿No sabes? ¡Estuve allí, he jugado y he perdido!
Interrumpióse volviendo la cabeza con gracioso movimiento, y me indicó al blondo, al gigantesco adolescente, que se descoyuntó saludando:
—Este caballero tiene la honra de ser mi acreedor.
Aquellas extravagancias producían siempre en mi ánimo un despecho sordo y celoso, tal, que pronuncié con altivez:
—¿Qué ha perdido esta señora?
Habíame figurado que el jugador rehusaría galantemente cobrar su deuda, y quería obligarle con mi actitud fría y desdeñosa. El bello adolescente sonrió con la mayor cortesía:
—Antes de apostar, esta señora me advirtió que no tenía dinero. Entonces convinimos que cada beso suyo valía cien tostones: Tres besos ha jugado y los tres ha perdido.
Yo me sentí palidecer. Pero cuál no sería mi asombro al ver que la Niña Chole, retorciéndose las manos, pálida, casi trágica, se adelantaba exclamando:
—¡Yo pagaré! ¡Yo pagaré!
La detuve con un gesto, y enfrentándome con el hermoso adolescente, le grité restallando las palabras como latigazos:
—Esta mujer es mía, y su deuda también.
Y me alejé, arrastrando a la Niña Chole. Anduvimos algún tiempo en silencio: De pronto, ella, oprimiéndome el brazo, murmuró en voz muy queda:
—¡Oh, qué gran señor eres!
Yo no contesté. La Niña Chole empezó a llorar en silencio, apoyó la cabeza en mi hombro, y exclamó con un sollozo de pasión infinita:
—¡Dios mío! ¡Qué no haría yo por ti!…
Sentadas a las puertas de los jacales, indias andrajosas, adornadas con amuletos y sartas de corales, vendían plátanos y cocos. Eran viejas de treinta años, arrugadas y caducas, con esa fealdad quimérica de los ídolos. Su espalda lustrosa brillaba al sol, sus senos negros y colgantes recordaban las orgías de las brujas y de los trasgos. Acurrucadas al borde del camino, como si tiritasen bajo aquel sol ardiente, medio desnudas, desgreñadas, arrojando maldiciones sobre la multitud, parecían sibilas de algún antiguo culto lúbrico y sangriento. Sus críos, tiznados y esbeltos como diablos, acechaban por los resquicios de las barracas, y, huroneando, se metían bajo los toldos de lona, donde tocaban organillos dislocados. Mulatas y jarochos ejecutaban aquellas extrañas danzas voluptuosas que los esclavos trajeron del África, y el zagalejo de colores vivos flameaba en los quiebros y mudanzas de los bailes sagrados con que a la sombra patriarcal del baobad eran sacrificados los cautivos.