ALIENDO de un bosque de palmeras, dimos vista a una tablada tumultuosa, impaciente con su ondular de hombres y cabalgaduras. El eco retozón de los cencerros acompañaba las apuestas y decires chalanescos, y la llanura parecía jadear ante aquel marcial y fanfarrón estrépito de trotes y de colleras, de fustas y de bocados. Desde que entramos en aquel campo, monstruosa turba de lisiados nos cercó clamorante: Ciegos y tullidos, enanos y lazarados nos acosaban, nos perseguían, rodando bajo las patas de los caballos, corriendo a rastras por el camino, entre aullidos y oraciones, con las llagas llenas de polvo, con las canillas echadas a la espalda, secas, desmedradas, horribles. Se enracimaban golpeándose en los hombros, arrancándose los chapeos, gateando la moneda que les arrojábamos al paso.
Y así, entre aquel cortejo de hampones, llegamos al jacal de un negro que era liberto. El paso de las cabalgaduras y el pedigüeño rezo de los mendigos trájole a la puerta antes que descabalgásemos: Al vernos corrió ahuyentando con el rebenque la astrosa turba, y vino a tener el estribo de la Niña Chole, besándola las manos con tantas muestras de humildad y contento cual si fuese una princesa la que llegaba. A las voces del negro acudió toda la prole. El liberto hallábase casado con una andaluza que había sido doncella de la Niña Chole. La mujer levantó los brazos al encontrarse con nosotros:
—¡Virgen de mi alma! ¡Los amitos!
Y tomando de la mano a la Niña Chole, hízola entrar en el jacal.
—¡Que no me la retueste el sol, reina mía, piñoncico de oro, que viene a honrar mi pobreza!
El negro sonreía, mirándonos con sus ojos de res enferma: Ojos de una mansedumbre verdaderamente animal. Nos hicieron sentar, y ellos quedaron en pie. Se miraron, y hablando a un tiempo empezaron el relato de la misma historia:
—Un jarocho tenía dos potricas blancas. ¡Cosa más linda! Blancas como palomas. ¿Sabe? ¡Qué pintura para la volanta de la Niña!
Y aquí fue donde la Niña Chole no quiso oír más:
—¡Yo deseo verlas! ¡Deseo que me las compres!
Habíase puesto en pie, y se echaba el rebocillo apresuradamente:
—¡Vamos! ¡Vamos!
La andaluza reía maliciosamente:
—¡Cómo se conoce que su merced no le satisface ningún antojico!
Dejó de sonreir, y añadió cual si todo estuviese ya resuelto:
—El amito va con mi hombre. Para la Niña está muy calurosa la sazón.
Entonces el negro abrió la puerta, y la Niña Chole me empujó con mimos y arrumacos muy gentiles. Salí acompañado del antiguo esclavo, que, al verse fuera, empezó por suspirar y concluyó salmodiando el viejo cuento de sus tristezas. Caminaba a mi lado con la cabeza baja, siguiéndome como un perro entre la multitud, interrumpiéndose y tornando a empezar, siempre zongueando cuitas de paria y de celoso:
—¡Ella toda la vida con hombres, amito! ¡Una perdición!… ¡Y no es con blancos, niño! ¡Ay, amito, no es con blancos!… A la gran chiva se le da todo por los morenos. ¡Dígame no más que sinvergüenzada, niño!…
Su voz era lastimera, resignada, llena de penas: Verdadera voz de siervo. No le dolía el engaño por la afrenta de hacerle cornudo, sino por la baja elección que la andaluza hacía: Era celoso intermitente, como ocurre con la gente cortesana que medra de sus mujeres. El Duque de Saint Simón le hubiera loado en sus Memorias, con aquel delicado y filosófico juicio que muestra hablando de España, cuando se desvanece en un éxtasis, ante el contenido moral de estas dos palabras tan castizas: Cornudo Consentido.