Memorias del Marqués de Bradomín

LAS CAMPANAS del convento tocaron a misa, y la Niña Chole quiso oírla antes de comenzar la jornada. Fue una larga misa de difuntos. Ofició Fray Lope Castellar, y en descargo de mis pecados, yo serví de acólito. Las Comendadoras cantaban en el coro los Salmos Penitenciales, y sus figuras blancas y señoriles, arrastrando los luengos hábitos, iban y venían en torno del facistol que sostenía abierto el misal de rojas letras. En el fondo de la iglesia, sobre negro paño rodeado de cirios, estaba el féretro de una monja. Tenía las manos en cruz, y envuelto a los dedos amoratados el rosario. Un pañuelo blanco le sujetaba la barbeta y mantenía cerrada la boca, que se sumía como una boca sin dientes: Los párpados permanecían entreabiertos, rígidos, azulencos: Las sienes parecían prolongarse inmensamente bajo la toca. Estaba amortajada en su hábito, y la fimbra se doblaba sobre los pies descalzos, amarillos como la cera…

Al terminarse los responsos, cuando Fray Lope Castellar se volvía para bendecir a los fieles, alzáronse en tropel algunos mercenarios de mi escolta, apostados en la puerta durante la misa, y como gerifaltes cayeron sobre el prebisterio, aprisionando a un mancebo arrodillado, que se revolvió bravamente al sentir sobre sus hombros tantas manos, y luchó encorvado y rugiente, hasta que, vencido por el número, cayó sobre las gradas. Las monjas, dando alaridos, huyeron del coro. Fray Lope Castellar adelantóse estrechando el cáliz sobre el pecho:

—¿Qué hacéis, mal nacidos?

Y el mancebo, que jadeaba derribado en tierra, gritó:

—¡Fray Lope!… ¡No se vende así al amigo!

—¡Ni tal sospeches, Guzmán!

Y entonces aquel hombre hizo como el jabalí herido y acosado que se sacude los alanos: De pronto le vi erguido en pie, revolverse entre el tropel que le sujetaba, libertar los brazos y atravesar la iglesia corriendo. Llegó a la puerta, y encontrándola cerrada, se revolvió con denuedo. De un golpe arrancó la cadena que servía para tocar las campanas, y armado con ella hizo defensa. Yo, admirando como se merecía tanto valor y tanto brío, saqué las pistolas y me puse de su lado:

—¡Alto ahí!…

Los hombres de la escolta quedaron indecisos, y en aquel momento, Fray Lope, que permanecía en el presbiterio, abrió la puerta de la sacristía, que rechinó largamente. El mancebo, haciendo con la cadena un terrible molinete, pasó sobre el féretro de la monja, rompió la hilera de cirios y ganó aquella salida. Los otros le persiguieron dando gritos, pero la puerta se cerró de golpe ante ellos, y volviéronse contra mí, alzando los brazos con amenazador despecho. Yo, apoyado en la reja del coro, dejé que se acercasen, y disparé mis dos pistolas. Abrióse el grupo repentinamente silencioso, y cayeron dos hombres. La Niña Chole se levantó trágica y bella:

—¡Quietos!… ¡Quietos!…

Aquellos mercenarios no la oyeron. Con encarnizado vocerío viniéronse para mí, amenazándome con sus pistolas. Una lluvia de balas se aplastó en la reja del coro. Yo, milagrosamente ileso, puse mano al machete:

—¡Atrás!… ¡Atrás, canalla!

La Niña Chole se interpuso, gritando con angustia:

—¡Si respetáis su vida, he de daros harta plata!

Un viejo que a guisa de capitán estaba delante, volvió hacia ella los ojos fieros y encendidos. Sus barbas chivas temblaban de cólera:

—Niña, la cabeza de Juan Guzmán está pregonada.

—Ya lo sé.

—Si le hubiésemos entregado vivo, tendríamos cien onzas.

—Las tendréis.

Hubo otra ráfaga de voces violentas y apasionadas. El viejo mercenario alzó los brazos imponiendo silencio:

—¡Dejad a la gente que platique!

Y con la barba siempre temblona, volvióse a nosotros:

—¿Los compañeros ahí tendidos como perros, no valen ninguna cosa?

—La Niña Chole murmuró con afán:

—¡Sí!… ¿Qué quieres?

—Eso ha de tratarse con despacio.

—Bueno…

—Es menester otra prenda que la palabra.

La Niña Chole arrancóse los anillos, que parecían dar un aspecto sagrado a sus manos de princesa, y llena de altivez se los arrojó:

—Repartid eso y dejadnos.

Entre aquellos hombres hubo un murmullo de indecisión, y lentamente se alejaron por la nave de la iglesia. En el presbiterio detuviéronse a deliberar. La Niña Chole apoyó sus manos sobre mis hombros y me miró en el fondo de los ojos:

—¡Oh!… ¡Qué español tan loco! ¡Un león en pie!…

Respondí con una vaga sonrisa. Yo experimentaba la más violenta angustia en presencia de aquellos dos hombres caídos en medio de la iglesia, el uno sobre el otro. Lentamente se iba formando en torno de ellos un gran charco de sangre que corría por las junturas de las losas. Sentíase el borboteo de las heridas, y el estertor del que estaba caído debajo. De tiempo en tiempo se agitaba y movía una mano lívida, con estremecimientos nerviosos.

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