Memorias del Marqués de Bradomín

DESPUÉS de los maitines vino a buscarnos una monja y nos condujo al refectorio donde estaba dispuesta la colación. Hablaba con las manos juntas: Era vieja y gangosa. Nosotros la seguimos, pero al pisar los umbrales del convento la Niña Chole se detuvo vacilante:

—Hermana, yo guardo el día ayunando, y no puedo entrar en el refectorio para hacer colación.

Al mismo tiempo sus ojos de reina india imploraban mi ayuda: Se la otorgué liberal. Comprendí que la Niña Chole temía ser conocida de algún caminante, pues todos los que llegaban al convento se reunían a son de campana para hacer colación. La monja edificada por aquel ayuno, interrogó solícita:

—¿Qué desea mi señora?

—Retirarme a descansar, hermana.

—Pues cuando le plazca, mi señora. ¿Sin duda traen muy larga jornada?

—Desde Veracruz.

—Cierto que sentirá grande fatiga la pobrecita.

Hablando de esta suerte nos hizo cruzar un largo corredor. Por las ventanas entraba la luz blanca de la luna. En aquella santa paz el acompasado son de mis espuelas despertaba un eco sacrílego y marcial, y como amedrentadas por él, la monja y la Marquesa caminaban ante mí con leve y devoto rumor. La monja abrió una puerta de antigua tracería, y apartándose a un lado murmuró:

—Pase mi señora: Yo nada me retardo. Guío al Señor Marqués al refectorio, y torno a servirla luego, luego.

La Marquesa entró sin mirarme. La monja cerró la puerta y alejóse como una sombra llamándome con vago ademán. Guióme hasta el refectorio, y saludando más gangosa que nunca, se alejó. Entré, y cuando mis ojos buscaban un sitial vacío en torno de la mesa, alzóse el capellán del convento, y vino a decirme con gran cortesanía que mi puesto estaba a la cabecera. El capellán era un fraile dominico, humanista y poeta, que había vivido muchos años desterrado de México por el Arzobispo, y privado de licencias para confesar y decir misa. Todo ello por una falsa delación. Esta historia me la contaba en tanto me servía. Al terminar, me habló así:

—Ya sabe el Señor Marqués de Bradomín la vida y milagros de Fray Lope Castellar. Si necesita un capellán para su casa, créame que con sumo gusto dejaré a estas santas señoras. Aun cuando sea para cruzar los mares, mi Señor Marqués.

—Ya tengo capellanes en España.

—Perdone entonces. Pues para servirle aquí, en este México de mis pecados, donde en un santiamén dejan sin vida a un cristiano. Créame, quien pueda pagarse un capellán, debe hacerlo, aun cuando sólo sea para tener a mano quien le absuelva en trance de muerte.

Había terminado la colación, y entre el sordo y largo rumor producido por los sitiales, todos nos pusimos en pie para rezar una oración de gracias compuesta por la piadosa fundadora Doña Beatriz de Zayas. Las legas comenzaron a levantar los manteles, y la Madre Abadesa entró sonriendo benévolamente:

—¿El Señor Marqués, prefiere que se disponga otra celda para su descanso?

El rubor que asomó en las mejillas de la Madre Abadesa me hizo comprender, y sin dominar una sonrisa respondí:

—Haré compañía a la Marquesa, que es muy medrosa, si lo consienten los estatutos de esta santa casa.

La Madre Abadesa me interrumpió:

—Los estatutos de esta santa casa no pueden ir en contra de la Religión.

Sentí un vago sobresalto. La Madre Abadesa inclinó los ojos, y permaneciendo con ellos bajos, dijo pausada y doctoral:

—Para Nuestro Señor Jesucristo merecen igual amor las criaturas que junta con santo lazo su voluntad, que aquellas apartadas de la vida mundana, también por su Gracia… Yo no soy como el fariseo que se creía mejor que los demás, Señor Marqués.

La Madre Abadesa, con su hábito blanco, estaba muy bella, y como me parecía una gran dama, capaz de comprender la vida y el amor, sentí la tentación de pedirle que me acogiese en su celda, pero fue sólo la tentación. Acercóse con una lámpara encendida aquella monja vieja y gangosa que me había acompañado al refectorio, y la Madre Abadesa, después de haberle encomendado que me guiase, se despidió. Confieso que sentí una vaga tristeza viéndola alejarse por el corredor, flotante el noble hábito que blanqueaba en las tinieblas. Volviéndome a la monja, que esperaba inmóvil con la lámpara, le pregunté:

—¿Debe besársele la mano a la Madre Abadesa?

La monja, echándose la toca sobre la frente, respondió:

—Aquí solamente se la besamos al Señor Obispo, cuando se digna visitarnos.

Y con leve rumor de sandalias comenzó a caminar delante de mí, alumbrándome hasta la puerta de la celda nupcial. Una celda espaciosa y perfumada de albahaca, con una reja abierta sobre el jardín, donde el argentado azul de la noche tropical destacaba negras y confusas las copas de los cedros. El canto igual y monótono de un grillo rompía el silencio. Yo cerré la puerta de la celda con llaves y cerrojos, y andando sin ruido, fui a entreabrir el blanco mosquitero con que se velaba pudoroso y monjil, el único lecho que había en la estancia.

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