A METIDA LA NOCHE llegamos a San Juan de Tuxtlan. Descabalgué y arrojando al guía las riendas del caballo, por una calle solitaria bajé solo a la playa. Al darme en el rostro la brisa del mar, avizoréme pensando si la fragata habría zarpado. En estas dudas iba, cuando percibo a mi espalda blando rumor de pisadas descalzas. Un indio ensabanado se me acerca:
—¿No tiene mi amito cosita que me ordenar?
Nada, nada…
El indio hace señal de alejarse:
—¿Ni precisa que le guíe, niño?
—No preciso nada.
Sombrío y musitando, embózase mejor en la sábana que le sirve de clámide y se va. Yo sigo adelante camino de la playa. De pronto la voz mansa y humilde del indio llega nuevamente a mi oído. Vuelvo la cabeza y le descubro a pocos pasos. Venía a la carrera y cantaba los gozos de Nuestra Señora de Guadalupe. Me dio alcance y murmuró emparejándose:
—De verdad, niño, si se pierde no sabrá salir de los médanos…
El hombre empieza a cansarme, y me resuelvo a no contestarle. Esto, sin duda, le anima, porque sigue acosándome buen rato de camino. Calla un momento y luego, en tono misterioso, añade:
—¿No quiere que le lleve junto a una chinita, mi jefe?… Una tapatia de quince años que vive aquí merito. Ándele, niño, verá bailar el jarabe. Todavía no hace un mes que la perdió el amo del ranchito de Huaxila: Niño Nacho, no sabe?
De pronto se interrumpe, y con un salto de salvaje plántaseme delante en ánimo y actitud de cerrarme el paso: Encorvado, el sombrero en una mano a guisa de broquel, la otra echada fieramente atrás, armada de una faca ancha y reluciente. Confieso que me sobrecogí. El paraje era a propósito para tal linaje de asechanzas: Médanos pantanosos cercados de negros charcos donde se reflejaba la luna, y allá lejos una barraca de siniestro aspecto, con los resquicios iluminados por la luz de dentro. Quizá me dejo robar entonces si llega a ser menos cortés el ladrón y me habla torvo y amenazante, jurando arrancarme las entrañas y prometiendo beberse toda mi sangre. Pero en vez de la intimación breve e imperiosa que esperaba, le escucho murmurar con su eterna voz de esclavo:
—No se llegue, mi amito, que puede clavarse…
Oirle y recobrarme fue obra de un instante. El indio ya se recogía, como un gato montés, dispuesto a saltar sobre mí. Parecióme sentir en la médula el frío del acero: Tuve horror a morir apuñalado, y de pronto me sentí fuerte y valeroso. Con ligero estremecimiento en la voz, grité al truhán adelantando un paso, apercibido a resistirle:
—¡Andando o te dejo seco!
El indio no se movió. Su voz de siervo parecióme llena de ironía:
—¡No se arrugue, valedor!… Si quiere pasar, ahí merito, sobre esa piedra, arríe la plata. Ándele, luego, luego.
Otra vez volví a tener miedo de aquella faca reluciente. Sin embargo, murmuré resuelto:
—¡Ahora vamos a verlo, bandido!
No llevaba armas, pero en las ruinas de Tequil a un indio que vendía pieles de jaguar, había tenido el capricho de comprarle su bordón que me encantó por la rareza de las labores. Aún lo conservo: Parece el cetro de un rey negro, tan oriental, y al mismo tiempo tan ingenua y primitiva, es la fantasía con que está labrado. Me afirmé los quevedos, requerí el palo, y con gentil compás de pies, como diría un bravo de ha dos siglos, adelanté hacia el ladrón, que dio un paso procurando herirme de soslayo. Por ventura mía, la luna dábale de lleno y advertí el ataque en sazón de evitarlo. Recuerdo confusamente que intenté un desarme con amago a la cabeza y golpe al brazo, y que el indio lo evitó jugándome la luz con destreza de salvaje. Después no sé. Sólo conservo una impresión angustiosa como de pesadilla. El médano iluminado por la luna; la arena negra y movediza donde se entierran los pies; el brazo que se cansa; la vista que se turba; el indio que desaparece, vuelve, me acosa, se encorva y salta con furia fantástica de gato embrujado; y cuando el palo va a desprenderse de mi mano, un bulto que huye y el brillo de la faca que pasa sobre mi cabeza y queda temblando como víbora de plata clavada en el árbol negro y retorcido de una cruz hecha de dos troncos chamuscados… Quedéme un momento azorado y sin darme cuenta cabal del suceso. Como a través de niebla muy espesa, vi abrirse sigilosamente la puerta de la barraca y salir dos hombres a catear la playa. Recelé algún encuentro como el pasado y tomé a buen paso camino del mar. Llegué a punto que largaba un bote de la fragata, donde iba el segundo de a bordo. Gritéle, y mandó virar para recogerme.