OCO DESPUÉS, apesadumbrado y dolorido, meditaba en mi cámara cuando una mano batió con los artejos en la puerta y la voz cascada del mayordomo vino a sacarme un momento del penoso cavilar:
—Excelencia, este pliego.
—¿Quién lo ha traído?
—Un correo que acaba de llegar.
Abrí el pliego y pasé por él una mirada. Monseñor Sassoferrato me ordenaba presentarme en Roma. Sin acabar de leerlo me volví al mayordomo, mostrando un profundo desdén:
—Señor Polonio, que dispongan mi silla de posta.
El mayordomo preguntó hipócritamente:
—¿Vais a partir, Excelencia?
—Antes de una hora.
—¿Lo sabe mi señora la Princesa?
—Vos cuidaréis de decírselo.
—¡Muy honrado, Excelencia! Ya sabéis que el postillón está enfermo… Habrá que buscar otro. Si me autorizáis para ello yo me encargo de hallar uno que os deje contento.
La voz del viejo y su mirada esquiva, despertaron en mi alma una sospecha. Juzgué que era temerario confiarse a tal hombre, y le dije:
—Yo veré a mi postillón.
Me hizo una profunda reverencia, y quiso retirarse, pero le detuve:
—Escuchad, Señor Polonio.
—Mandad, Excelencia.
Y cada vez se inclinaba con mayor respeto. Yo le clavé los ojos, mirándole en silencio: Me pareció que no podía dominar su inquietud. Adelantando un paso le dije:
—Como recuerdo de mi visita, quiero que conservéis esta piedra.
Y sonriendo me saqué de la mano aquel anillo, que tenía en una amatista grabadas mis armas. El mayordomo me miró con ojos extraviados:
—¡Perdonad!
Y sus manos agitadas rechazaban el anillo. Yo insistí:
—Tomadlo.
Inclinó la cabeza y lo recibió temblando. Con un gesto imperioso le señalé la puerta.
—Ahora salid.
El mayordomo llegó al umbral, y murmuró resuelto y acobardado:
—Guardad vuestro anillo.
Con insolencia de criado lo arrojó sobre una mesa. Yo le miré amenazador:
—Presumo que vais a salir por la ventana, Señor Polonio.
Retrocedió, gritando con energía:
—¡Conozco vuestro pensamiento! No basta a vuestra venganza el maleficio con que habéis deshecho aquellos judíos, obra de mis manos, y con ese anillo queréis embrujarme. ¡Yo haré que os delaten al Santo Oficio!
Y huyó de mi presencia haciendo la señal de la cruz como si huyese del Diablo. No pude menos de reirme largamente. Llamé a Musarelo, y le ordené que se enterase del mal que aquejaba al postillón. Pero Musarelo había bebido tanto, que no estaba capaz para cumplir mi mandato. Sólo pude averiguar que el postillón y Musarelo habían cenado con el Señor Polonio.