Memorias del Marqués de Bradomín

LA VIEJA había descolgado el candil: Alzábale sobre su cabeza para alumbrarse mejor, y me mostraba el fondo de su vivienda, que hasta entonces, por estar entre sombras, no había podido ver. Al oscilar la luz, yo distinguía claramente sobre las paredes negras de humo, lagartos, huesos puestos en cruz, piedras lucientes, clavos y tenazas. La bruja puso el candil en tierra y se agachó revolviendo en la ceniza:

—Ved aquí vuestro anillo.

Y lo limpió cuidadosamente en la falda, antes de dármelo, y quiso ella misma colocarlo en mi mano:

—¿Por qué os trajeron ese anillo?

—Para hacer el sortilegio era necesaria una piedra que lleváseis desde hacía muchos años.

—¿Y cómo me la robaron?

—Estando dormido, Excelencia.

—¿Y vos qué intentábais hacer?

—Ya antes os lo dije… Me mandaban privaros de toda vuestra fuerza viril… Hubiérais quedado como un niño acabado de nacer…

—¿Cómo obraríais ese prodigio?

—Vais a verlo.

Siguió revolviendo en la ceniza y descubrió una figura de cera toda desnuda, acostada en el fondo del brasero. Aquel ídolo, esculpido sin duda por el mayordomo, tenía una grotesca semejanza conmigo. Mirándole yo reía largamente, mientras la bruja rezongaba:

—¡Ahora os burláis! Desgraciado de vos si hubiese bañado esa figura en sangre de mujer, según mi ciencia… ¡Y más desgraciado cuando la hubiese fundido en las brasas!…

—¿Era eso todo?

—Sí…

—Tened vuestros diez sequines. Ahora abrid la puerta.

La vieja me miró astuta:

—¿Ya os vais, Excelencia? ¿No deseáis nada de mí? Si me dais otros diez sequines yo haré delirar por vuestros amores a la Señora Princesa. ¿No queréis, Excelencia?

Yo repuse secamente:

—No.

La vieja entonces tomó del suelo el candil, y abrió la puerta. Salí al camino, que estaba desierto. Era completamente de noche, y comenzaban a caer gruesas gotas de agua, que me hicieron apresurar el paso. Mientras me alejaba iba pensando en el reverendo capuchino que había tenido tan cabal noticia de todo aquello. Hallé cerrada la cancela del jardín y tuve que hacer un largo rodeo. Daban las nueve en el reloj de la Catedral cuando atravesaba el arco románico que conducía a la plaza donde se alzaba el Palacio Gaetani. Estaban iluminados los balcones, y de la iglesia de los Dominicos, salía entre cirios el Paso de la Cena. Aún recuerdo aquellas procesiones largas, tristes, rumorosas, que desfilaban en medio de grandes chubascos. Había procesiones al rayar el día, y procesiones por la tarde, y procesiones a la media noche. Las cofradías eran innumerables. Entonces la Semana Santa tenía fama en aquella vieja ciudad pontificia.

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