IGUIENDO el muro del jardín, llegué a la casa terreña que tenía el cráneo de buey en el tejado. Una vieja hilaba sentada en el quicio de la puerta, y por el camino pasaban rebaños de ovejas levantando nubes de polvo. La vieja al verme llegar se puso en pie:
—¿Qué deseáis?
Y al mismo tiempo, con un gesto de bruja avarienta, humedecía en los labios decrépitos el dedo pulgar para seguir torciendo el lino. Yo le dije:
—Tengo que hablaros.
A la vista de dos sequines, la vieja sonrió agasajadora:
—¡Pasad!… ¡Pasad!…
Dentro de la casa ya era completamente de noche, y la vieja tuvo que andar a tientas para encender un candil de aceite. Luego de colgarle en un clavo, volvióse a mí:
—¿Veamos qué desea tan gentil caballero?
Y sonreía mostrando la caverna desdentada de su boca. Yo hice un gesto indicándole que cerrase la puerta, y obedeció solícita, no sin echar antes una mirada al camino por donde un rebaño desfilaba tardo, al son de las esquilas. Después vino a sentarse en un taburete, debajo del candil, y me dijo juntando sobre el regazo las manos que parecían un haz de huesos:
—Por sabido tengo que estáis enamorado, y vuestra es la culpa si no sois feliz. Antes hubiéseis venido, y antes tendríais el remedio.
Oyéndola hablar de esta suerte comprendí que se hacía pasar por hechicera, y no pude menos de sorprenderme, recordando las misteriosas palabras del capuchino. Quedé un momento silencioso, y la vieja, esperando mi respuesta, no me apartaba los ojos astutos y desconfiados. De pronto le grité:
—Sabed, señora bruja, que tan sólo vengo por un anillo que me han robado.
La vieja se incorporó horriblemente demudada:
—¿Qué decís?
—Que vengo por mi anillo.
—¡No lo tengo! ¡Yo no os conozco!
Y quiso correr hacia la puerta para abrirla, pero yo le puse una pistola en el pecho, y retrocedió hacia un rincón dando suspiros. Entonces sin moverme le dije:
—Vengo dispuesto a daros doble dinero del que os han prometido por obrar el maleficio, y lejos de perder, ganaréis entregándome el anillo y cuanto os trajeron con él…
Se levantó del suelo todavía dando suspiros, y vino a sentarse en el taburete debajo del candil, que al oscilar tan pronto dejaba toda la figura en la sombra, como la iluminaba el pergamino del rostro y de las manos. Lagrimeando murmuró:
—Perderé cinco sequines, pero vos me daréis doble cuando sepáis… Porque acabo de reconoceros.
—¿Decid entonces quién soy?
—Sois un caballero español, que sirve en la Guardia Noble del Santo Padre.
—¿No sabéis mi nombre?
—Sí, esperad…
Y quedó un momento con la cabeza inclinada, procurando acordarse. Yo veía temblar sobre sus labios palabras que no podían oirse. De pronto me dijo:
—Sois el Marqués de Bradomín.
Juzgué entonces que debía sacar de la bolsa los diez sequines prometidos y mostrárselos. La vieja al verlos lloró enternecida:
—Excelencia, nunca os hubiera hecho morir, pero os hubiera quitado la lozanía…
—Explicadme eso.
—Venid conmigo… Me hizo pasar tras un cañizo negro y derrengado, que ocultaba el hogar donde ahumaba una lumbre mortecina con olor de azufre.