O ESTABA tan conmovido que, como en sueños, oí la voz del viejo mayordomo: Hablaba después de un profundo silencio:
—Si merezco el honor… Perdonad, pero ahora van a llevarse esa pobre obra de mis manos pecadoras. Si queréis verla, apenas queda tiempo…
Las dos señoras se levantaron sacudiéndose las crujientes y arrugadas faldas:
—¡Oh!… Vamos allá.
Antes de salir ya comenzaron las explicaciones del Señor Polonio:
—Conviene saber que el Nazareno y el Cirineo son los mismos que había antiguamente. De mi mano son únicamente los judíos. Los hice de cartón. Ya conocen mi antigua manía de hacer caretas. Una manía y de las peores. Con ella di gran impulso a los Carnavales, que es la fiesta de Satanás. ¡Aquí, antes nadie se vestía de máscara, pero como yo regalaba a todo el mundo mis caretas de cartón! ¡Dios me perdone! Los Carnavales de Ligura llegaron a ser famosos en Italia… Vengan por aquí sus Excelencias.
Pasamos a una gran sala que tenía las ventanas cerradas. El Señor Polonio adelantóse para abrirlas. Después se volvió pidiendo mil perdones, y nosotros entramos. Mis ojos quedaron extasiados al ver en medio de la sala unas andas con Jesús Nazareno, entre cuatro judíos torvos y barbudos. Las dos señoras lloraban de emoción:
—¡Si considerásemos lo que Nuestro Señor padeció por nosotros!
—¡Ay!… Si lo considerásemos!
En presencia de aquellos cuatro judíos vestidos a la chamberga, era indudable que las devotas señoras procuraban hacerse cargo del drama de la Pasión. El Señor Polonio daba vueltas en torno de las andas, y con los nudillos golpeaba suavemente las fieras cabezas de los cuatro deicidas:
—¡De cartón!… Sí, señoras, igual que las caretas. Fué una idea que me vino sin saber cómo.
Las damas repetían juntando las manos:
—¡Inspiración divina!…
—¡Inspiración de lo alto!…
El Señor Polonio sonreía:
—Nadie, absolutamente nadie, esperaba que pudiese realizar la idea… Se burlaban de mí… Ahora, en cambio, todo se vuelven parabienes. ¡Y yo perdono aquellos sarcasmos! ¡He llevado mi idea en la frente un año entero!
Oyéndole, las señoras, repetían enternecidas:
—¡Inspiración!…
—¡Inspiración!…
Jesús Nazareno, desmelenado, lívido, sangriento, agobiado bajo el peso de la cruz, parecía clavar en nosotros su mirada dulce y moribunda. Los cuatro judíos, vestidos de rojo, le rodeaban fieros. El que iba delante tocaba la trompeta. Los que le daban escolta a uno y otro lado, llevaban sendas disciplinas, y aquel que caminaba detrás, mostraba al pueblo la sentencia de Pilatos. Era un papel de música, y el mayordomo tuvo cuidado de advertirnos cómo en aquel tiempo de gentiles, los escribanos hacían unos garabatos muy semejantes a los que hacen los músicos. Volviéndose a mí con gravedad doctoral, continuó:
—Los moros y los judíos todavía escriben de una manera semejante. ¿Verdad, Excelencia?
Cuando el Señor Polonio se hallaba en esta erudita explicación, llegó un sacristán capitaneando a cuatro devotos que venían para llevarse a la iglesia de los Capuchinos aquel famoso Paso de las Caídas. El Señor Polonio cubrió las andas con una colcha, y les ayudó a levantarlas. Después los acompañó hasta la puerta de la estancia:
—¡Cuidado!… No tropezar con las paredes… ¡Cuidado!…
Enjugóse las lágrimas, y abrió una ventana para verlos salir. La primera preocupación del sacristán, cuando asomó en la calle, fué mirar al cielo, que estaba completamente encapotado. Luego se puso al frente de su tropa, y echó por medio. Los cuatro devotos iban casi corriendo. Las andas envueltas en la colcha roja bamboleaban sobre sus hombros. El Señor Polonio se dirigió a nosotros:
—Sin cumplimiento: ¿Qué les ha parecido?
Las dos señoras estuvieron, como siempre, de acuerdo.
—¡Edificante!
—¡Edificante!
El Señor Polonio sonrió beatíficamente, y se volvió a la ventana con la mano extendida hacia la calle para enterarse si llovía.