Memorias del Marqués de Bradomín

QUEDABA todavía el olor de la cera en el Palacio. La Princesa tendida en el canapé de su tocador, se dolía de la jaqueca. Sus hijas, vestidas de luto, hablaban en voz baja, y de tiempo en tiempo, entraba o salía sin ruido, alguna de ellas. En medio de un gran silencio, la Princesa incorporóse lánguidamente, volviendo hacia mí el rostro todavía hermoso, que parecía más blanco bajo una toca de negro encaje:

—¿Xavier, tú cuándo tienes que volver a Roma?

Yo me estremecí:

—Mañana, señora.

Y miré a María Rosario, que bajó la cabeza y se puso encendida como una rosa. La Princesa, sin reparar en ello, apoyó la frente en la mano, una mano evocación de aquellas que en los retratos antiguos sostienen a veces una flor, y a veces un pañolito de encaje: En tan bella actitud suspiró largamente, y volvió a interrogarme:

—¿Por qué mañana?

—Porque ha terminado mi misión, señora.

—¿Y no puedes quedarte algunos días más con nosotras?

—Necesitaría un permiso.

—Pues yo escribiré hoy mismo a Roma.

Miré disimuladamente a María Rosario: Sus hermosos ojos negros me contemplaban asustados, y su boca intensamente pálida, que parecía entreabierta por el anhelo de un suspiro, temblaba. En aquel momento, su madre volvió la cabeza hacia donde ella estaba:

—María Rosario.

—Señora.

—Acuérdate de escribir en mi nombre a Monseñor Sassoferrato. Yo firmaré la carta.

María Rosario, siempre ruborosa, repuso con aquella serena dulzura que era como un aroma:

—¿Queréis que escriba ahora?

—Como te parezca, hija.

María Rosario se puso en pie.

—¿Y qué debo decirle a Monseñor?

—Le notificas nuestra desgracia, y añades que vivimos muy solas, y que esperamos de su bondad un permiso para retener a nuestro lado por algún tiempo al Marqués de Bradomín.

María Rosario se dirigió hacia la puerta: Tuvo que pasar por mi lado y aprovechando audazmente la ocasión, le dije en voz baja:

—¡Me quedo, porque os adoro!

Fingió no haberme oído, y salió. Volvíme entonces hacia la Princesa, que me miraba con una sombra de afán, y le pregunté aparentando indiferencia:

—¿Cuándo toma el velo María Rosario?

—No está designado el día.

—La muerte de Monseñor Gaetani, acaso lo retardará.

—¿Por qué?

—Porque ha de ser un nuevo disgusto para vos.

—No soy egoísta. Comprendo que mi hija será feliz en el convento, mucho más feliz que a mi lado, y me resigno.

—¿Es muy antigua la vocación de María Rosario?

—Desde niña.

—¿Y no ha tenido veleidades?

—¡Jamás!

Yo me atusé el bigote con la mano un poco trémula.

—Es una vocación de Santa.

—Sí, de Santa… Te advierto que no sería la primera en nuestra familia. Santa Margarita de Ligura, Abadesa de Fiesoli, era hija de un Príncipe Gaetani. Su cuerpo se conserva en la capilla del Palacio, y después de cuatrocientos años está como si acabase de expirar: Parece dormida. ¿Tú no bajaste a la cripta?

—No, señora.

—Pues es preciso que bajes un día.

Quedamos en silencio. La Princesa volvió a suspirar llevándose las manos a la frente: Sus hijas, allá en el fondo de la estancia, se hablaban en voz baja. Yo las miraba sonriendo y ellas me respondían en idéntica forma, con cierta alegría infantil y burlona, que contrastaba con sus negros vestidos de duelo. Empezaba a decaer la tarde, y la Princesa mandó abrir una ventana que daba sobre el jardín.

—¡Me marea el olor de esas rosas, hijas mías!

Y señalaba los floreros que estaban sobre el tocador. Abierta la ventana, una ligera brisa entró en la estancia: Era alegre, perfumada y gentil como un mensaje de la Primavera: Sus alas invisibles alborotaron los rizos de aquellas cabezas juveniles, que allá en el fondo de la estancia me miraban y me sonreían. ¡Rizos rubios, dorados, luminosos, cabezas adorables, cuántas veces os he visto en mis sueños pecadores más bellas que esas aladas cabezas angélicas que solían ver en sus sueños celestiales los santos ermitaños!

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