LEGABAN por el cadáver de Monseñor!… Y el mayordomo partióse de mi lado muy afligido y presuroso. Todas las campanas de la histórica ciudad doblaban a un tiempo. Oíase el canto latino de los clérigos resonando bajo el pórtico del Palacio, y el murmullo de la gente que llenaba la plaza. Cuatro colegiales mayores bajaron en hombros el féretro y el duelo se puso en marcha. Monseñor Antonelli me hizo sitio a su derecha, y con humildad, que me pareció estudiada, comenzó a dolerse de lo mucho que con la muerte de aquel santo y de aquel sabio perdía el Colegio Clementino: Yo a todo asentía con un vago gesto, y disimuladamente miraba a las ventanas, llenas de mujeres: Monseñor tardó poco en advertirlo, y me dijo con una sonrisa tan amable como sagaz:
—Sin duda no conocéis nuestra ciudad.
—No, Monseñor.
—Si permanecéis algún tiempo entre nosotros y queréis conocerla, yo me ofrezco a ser vuestro guía. ¡Está llena de riquezas artísticas!
—Gracias, Monseñor.
Seguimos en silencio. El son de las campanas llenaba el aire, y el grave cántico de los clérigos parecía reposar en la tierra, donde todo es polvo y podredumbre. Jaculatorias, misereres, responsos caían sobre el féretro como el agua bendita del hisopo. Encima de nuestras cabezas las campanas seguían siempre sonando, y el sol, un sol abrileño, joven y rubio como un mancebo, brillaba en las vestiduras sagradas, en la seda de los pendones y en las cruces parroquiales con un alarde de poder pagano.
Atravesamos casi toda la ciudad. Monseñor había dispuesto que se diese tierra a su cuerpo en el Convento de los Franciscanos, donde hacía más de cuatro siglos tenían enterramiento los Príncipes Gaetani. Una tradición piadosa, dice que el Santo de Asís fundó el Convento de Ligura, y que vivió allí algún tiempo. Todavía florece en el huerto, el viejo rosal que se cubría de rosas en todas las ocasiones que visitaba aquella fundación, el Divino Francisco. Llegamos entre dobles de campanas. En la puerta de la iglesia, alumbrándose con cirios, esperaba la Comunidad dividida en dos largas hileras. Primero los novicios, pálidos, ingenuos, demacrados: Después los profesos, sombríos, torturados, penitentes: Todos rezaban con la vista baja y sobre las sandalias los cirios lloraban gota a gota su cera amarilla.
Dijéronse muchas misas, cantóse un largo entierro, y el ataúd bajó al sepulcro que esperaba abierto desde el amanecer. Cayó la losa encima, y un colegial me buscó con deferencia cortesana, para llevarme a la sacristía. Los frailes seguían murmurando sus responsos, y la iglesia iba quedando en soledad y en silencio. En la sacristía saludé a muchos sabios y venerables teólogos que me edificaron con sus pláticas. Luego vino el Prior, un anciano de blanca barba, que había vivido largos años en los Santos Lugares. Me saludó con dulzura evangélica, y haciéndome sentar a su lado comenzó a preguntarme por la salud de Su Santidad. Los graves teólogos hicieron corro para escuchar mis nuevas, y como era muy poco lo que podía decirles, tuve que inventar en honor suyo toda una leyenda piadosa y milagrera: ¡Su Santidad recobrando la lozanía juvenil por medio de una reliquia! El Prior con el rostro resplandeciente de fe, me preguntó:
—¿De qué Santo era, hijo mío?
—De un Santo de mi familia.
Todos se inclinaron como si yo fuese el Santo: El temblor de un rezo, pasó por las luengas barbas, que salían del misterio de las capuchas, y en aquel momento yo sentí el deseo de arrodillarme y besar la mano del Prior. Aquella mano que sobre todos mis pecados podía hacer la cruz: Ego Te Absolvo.