Memorias del Marqués de Bradomín

MARÍA ROSARIO, en aquella hora, tal vez estaba velando el cadáver de Monseñor Gaetani! Tuve este pensamiento al entrar en la biblioteca, llena de silencio y de sombras. Vino del mundo lejano, y pasó sobre mi alma como soplo de aire sobre un lago de misterio. Sentí en las sienes el frío de unas manos mortales, y, estremecido, me puse de pie. Quedó abandonado sobre la mesa el pliego de papel, donde solamente había trazado la cruz, y dirigí mis pasos hacia la cámara mortuoria. El olor de la cera llenaba el Palacio. Criados silenciosos velaban en los largos corredores, y en la antecámara paseaban dos familiares, que me saludaron con una inclinación de cabeza. Sólo se oía el rumor de sus pisadas y el chisporroteo de los cirios que ardían en la alcoba.

Yo llegué hasta la puerta y me detuve: Monseñor Gaetani yacía rígido en su lecho, amortajado con hábito franciscano: En las manos yertas sostenía una cruz de plata, y sobre su rostro marfileño la llama de los cirios, tan pronto ponía un resplandor como una sombra. Allá en el fondo de la estancia rezaba María Rosario: Yo permanecí un momento mirándola: Ella levantó los ojos, se santiguó tres veces, besó la cruz de sus dedos, y poniéndose en pie vino hacia la puerta:

—¿Marqués, queda mi madre en el salón?

—Allí la dejé…

—Es preciso que descanse, porque ya lleva así dos noches… ¡Adiós, Marqués!

—¿No queréis que os acompañe?

Ella se volvió:

—Acompañadme, sí… La verdad es que María Nieves me ha contagiado su miedo…

Atravesamos la antecámara. Los familiares detuvieron un momento el silencioso pasear, y sus ojos inquisidores nos siguieron hasta la puerta. Salimos al corredor, que estaba sólo, y sin poder dominarme estreché una mano de María Rosario, y quise besarla, pero ella la retiró con vivo enojo:

—¿Qué hacéis?

—¡Que os adoro! ¡Que os adoro!

Asustada, huyó por el largo corredor. Yo la seguí.

—¡Os adoro! ¡Os adoro!

Mi aliento casi rozaba su nuca, que era blanca como la de una estatua, y exhalaba no sé qué aroma de flor y de doncella.

—¡Os adoro! ¡Os adoro!

Ella suspiró con angustia:

—¡Dejadme! ¡Por favor, dejadme!

Y sin volver la cabeza, azorada, trémula, huía por el corredor. Sin aliento y sin fuerzas se detuvo en la puerta del salón. Yo todavía murmuré a su oído:

—¡Os adoro! ¡Os adoro!

María Rosario se pasó la mano por los ojos y entró. Yo entré detrás atusándome el mostacho. María Rosario se detuvo bajo la lámpara y me miró con ojos asustados, enrojeciendo de pronto: Luego quedó pálida, pálida como la muerte. Vacilando se acercó a sus hermanas, y tomó asiento entre ellas, que se inclinaron en sus sillas para interrogarla: Apenas respondía. Se hablaban en voz baja con tímida mesura, y en los momentos de silencio oíase el péndulo de un reloj. Poco a poco había ido menguando la tertulia: Solamente quedaban aquellas dos señoras de los cabellos blancos y los vestidos de gro negro. Ya cerca de media noche la Princesa consintió en retirarse a descansar, pero sus hijas continuaron en el salón, velando hasta el día, acompañadas por las dos señoras, que contaban historias de su juventud: Recuerdos de antiguas modas femeninas y de las guerras de Bonaparte. Yo escuchaba distraído, y desde el fondo de un sillón, oculto en la sombra, contemplaba a María Rosario: Parecía sumida en un ensueño: Su boca, pálida de ideales nostalgias, permanecía anhelante como si hablase con las almas invisibles, y sus ojos inmóviles, abiertos sobre el infinito, miraban sin ver. Al contemplarla, yo sentía que en mi corazón se levantaba el amor, ardiente y trémulo como una llama mística. Todas mis pasiones se purificaban en aquel fuego sagrado y aromaban como gomas de Arabia. ¡Han pasado muchos años, y todavía el recuerdo me hace suspirar!

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