Memorias del Marqués de Bradomín

MARÍA ROSARIO, con los ojos arrasados de lágrimas guardaba lentamente sus agujas y su hilo de oro. Yo la veía en el otro extremo del salón, inclinada sobre un menudo y cincelado cofre que sostenía abierto en el regazo: Sin duda rezaba en voz baja, porque sus labios se movían débilmente. En su mejilla temblaba la sombra de las pestañas, y yo sentía que en el fondo de mi alma aquel rostro pálido temblaba con el encanto misterioso y poético que tiembla en el fondo de un lago, el rostro de la luna. María Rosario cerró el cofre, y dejando en él la llave de oro, lo puso sobre la alfombra para tomar en brazos a la más niña de sus hermanas que lloraba asustada. Después se inclinó, besándola. Yo veía cómo la infantil y rubia guedeja de María Nieves desbordaba sobre el brazo de María Rosario, y hallaba en aquel grupo la gracia cándida de esos cuadros antiguos que pintaron los monjes devotos de la Virgen. La niña murmuró:

—¡Tengo sueño!…

—¿Quieres que llame a tu doncella para que te acueste?

—Malvina me deja sola. Se figura que estoy durmiendo y se va muy despacio, y cuando estoy sola tengo miedo.

María Rosario alzóse con la niña en brazos, y como una sombra silenciosa y pálida atravesó el salón. Yo acudí presuroso a levantar el cortinaje de la puerta. María Rosario pasó con los ojos bajos, sin mirarme: La niña, en cambio, volvió hacia mí sus claras pupilas llenas de lágrimas, y me dijo con una voz muy tenue:

—Buenas noches, Marqués, hasta mañana.

—Adiós, preciosa.

Y con el alma herida por el desdén que María Rosario me mostrara, volví al estrado, donde la Princesa seguía con el pañuelo sobre los ojos. Las ancianas de su tertulia la rodeaban, y de tiempo en tiempo se volvían aconsejadoras y prudentes para hablar en voz baja con las niñas, que también suspiraban, pero con menos dolor que su madre:

—Hijas mías, debéis hacer que se acueste.

—Hay que disponer los lutos.

—¿Dónde ha ido María Rosario?

El Colegial Mayor también dejaba oír alguna vez su voz grave y amable: Cada palabra suya producía un murmullo de admiración entre las señoras. La verdad es que cuanto manaba de sus labios parecía lleno de ciencia teológica y de unción cristiana. De rato en rato fijaba en mí una mirada rápida y sagaz, y yo comprendía, con un estremecimiento, que aquellos ojos negros querían leer en mi alma. Yo era el único que allí permanecía silencioso, y acaso el único que estaba triste. Adivinaba, por primera vez en mi vida, todo el influjo galante de los prelados romanos, y acudía a mi memoria la leyenda de sus fortunas amorosas. Confieso que hubo instantes donde olvidé la ocasión, el sitio y hasta los cabellos blancos que peinaban aquellas nobles damas, y que tuve celos, celos rabiosos del Colegial Mayor. De pronto me estremecí: Hacía un momento que callaban todos, y en medio del silencio, el Colegial se acercaba a mí: Posó familiar su diestra sobre mi hombro, y me dijo:

—Caro Marqués, es preciso enviar un correo a Su Santidad.

Yo me incliné:

—Tenéis razón, Monseñor.

Y él repuso con extremada cortesía:

—Me congratula que seáis del mismo consejo… ¡Qué gran desgracia, Marqués!

—¡Muy grande, Monseñor!

Nos miramos de hito en hito, con un profundo convencimiento de que fingíamos por igual, y nos separamos. El Colegial Mayor volvió al lado de la Princesa, y yo salí del salón para escribir al Cardenal Camarlengo, que lo era entonces Monseñor Sassoferrato.

ill_pg_068