L SALIR de la cámara donde agonizaba Monseñor Gaetani, halléme con un viejo mayordomo que me esperaba en la puerta.
—Excelencia, mí Señora la Princesa, me envía para que os muestre vuestras habitaciones.
Yo apenas pude reprimir un estremecimiento. En aquel instante, no sé decir qué vago aroma primaveral traía a mi alma el recuerdo de las cinco hijas de la Princesa. Mucho me alegraba la idea de vivir en el Palacio Gaetani, y, sin embargo, tuve valor para negarme:
—Decid a vuestra Señora la Princesa Gaetani, que me hospedo en el Colegio Clementino.
El mayordomo pareció consternado:
—Excelencia, creedme que la causáis una gran contrariedad. En fin, si os negáis, tengo orden de llevarle recado. Os dignaréis esperar algunos momentos. Está terminando de oír misa.
Yo hice un gesto de resignación:
—No le digáis nada. Dios me perdonará si prefiero este Palacio, con sus cinco doncellas encantadas, a los graves teólogos del Colegio Clementino.
El mayordomo me miró con asombro, como si dudase de mi juicio. Después mostró deseos de hablarme, pero tras algunas vacilaciones, terminó indicándome el camino, acompañando la acción tan sólo con una sonrisa. Yo le seguí. Era un viejo rasurado, vestido con largo levitón eclesiástico que casi le rozaba los zapatos, ornados con hebillas de plata. Se llamaba Polonio, andaba en la punta de los pies, sin hacer ruido, y a cada momento se volvía para hablarme en voz baja y llena de misterio:
—Pocas esperanzas hay de que Monseñor reserve la vida…
Y después de algunos pasos:
—Yo tengo ofrecida una novena a la Santa Madona.
Y un poco más allá, mientras levantaba una cortina:
—No estaba obligado a menos. Monseñor me había prometido llevarme a Roma.
Y volviendo a continuar la marcha:
—¡No lo quiso Dios!… ¡No lo quiso Dios!…
De esta suerte atravesamos la antecámara, y un salón casi oscuro y una biblioteca desierta. Allí el mayordomo se detuvo, palpándose las faltriqueras de su calzón, ante una puerta cerrada:
—¡Válgame Dios!… He perdido mis llaves…
Todavía continuó registrándose: Al cabo dió con ellas, abrió y apartóse dejándome paso:
—La Señora Princesa desea que dispongáis del salón, de la biblioteca y de esta cámara.
Yo entré. Aquella estancia me pareció en todo semejante a la cámara en que agonizaba Monseñor Gaetani. También era honda y silenciosa, con antiguos cortinajes de damasco carmesí. Arrojé sobre un sillón mi manto de guardia noble, y me volví mirando los cuadros que colgaban de los muros. Eran antiguos lienzos de la escuela florentina, que representaban escenas bíblicas: —Moisés salvado de las aguas, Susana y los ancianos, Judith con la cabeza de Holofernes. —Para que pudiese verlos mejor, el mayordomo corrió de un lado al otro levantando todos los cortinajes de las ventanas. Después me dejó contemplarlos en silencio: Andaba detrás de mí como una sombra, sin dejar caer de los labios la sonrisa, una vaga sonrisa doctoral. Cuando juzgó que los había mirado a todo sabor y talante, acercóse en la punta de los pies y dejó oír su voz cascada, más amable y misteriosa que nunca:
—¿Qué os parece? Son todos de la misma mano… ¡Y qué mano!…
Yo le interrumpí:
—¿Sin duda, Andrea del Sarto?
El Señor Polonio adquirió un continente grave, casi solemne:
—Atribuídos a Rafael.
Me volví a dirigirles una nueva ojeada, y el Señor Polonio continuó:
—Reparad que tan sólo digo atribuídos. En mi humilde parecer valen más que si fuesen de Rafael… ¡Yo los creo del Divino!
—¿Quién es el Divino?
El mayordomo abrió los brazos definitivamente consternado:
—¿Y vos me lo preguntáis, Excelencia? ¡Quién puede ser sino Leonardo de Vinci!…
Y guardó silencio, contemplándome con verdadera lástima. Yo apenas disimulé una sonrisa burlona: el Señor Polonio aparentó no verla, y, sagaz como un cardenal romano, comenzó a adularme:
—Hasta hoy no había dudado… Ahora os confieso que dudo. Excelencia, acaso tengáis razón. Andrea del Sarto pintó mucho en el taller de Leonardo, y sus cuadros de esa época se parecen tanto, que más de una vez han sido confundidos… En el mismo Vaticano hay un ejemplo: La Madona de la Rosa. Unos la juzgan del Vinci y otros del Sarto. Yo la creo del marido de doña Lucrecia del Fede, pero tocada por el Divino. Ya sabéis que era cosa frecuente entre maestros y discípulos.
Yo le escuchaba con un gesto de fatiga. El Señor Polonio, al terminar su oración, me hizo una profunda reverencia, y corrió con los brazos en alto, de una en otra ventana, soltando los cortinajes. La cámara quedó en una media luz, propicia para el sueño. El Señor Polonio se despidió en voz baja, como si estuviese en una capilla, y salió sin ruido, cerrando tras sí la puerta… Era tanta mi fatiga, que dormí hasta la caída de la tarde. Me desperté soñando con María Rosario.