OS BEDELES con sotana y birreta paseábanse en el claustro. Eran viejos y ceremoniosos. Al verme entrar corrieron a mi encuentro:
—¡Una gran desgracia, Excelencia! ¡Una gran desgracia!
Me detuve, mirándoles alternativamente:
—¿Qué ocurre?
Los dos bedeles suspiraron. Uno de ellos comenzó:
—Nuestro sabio rector…
Y el otro, lloroso y doctoral, rectificó:
—¡Nuestro amantísimo padre, Excelencia!… Nuestro amantísimo padre, nuestro maestro, nuestro guía, está en trance de muerte. Ayer sufrió un accidente hallándose en casa de su hermana…
Y aquí el otro bedel, que callaba enjugándose los ojos, rectificó a su vez:
—La Señora Princesa Gaetani. Una dama española que estuvo casada con el hermano mayor de Su Ilustrísima. El Príncipe Filipo Gaetani. Aún no hace el año que falleció en una cacería. ¡Otra gran desgracia, Excelencia!
Yo interrumpí un poco impaciente:
—¿Monseñor ha sido trasladado al Colegio?
—No lo ha consentido la Señora Princesa. Ya os digo que está en trance de muerte.
Inclinéme con solemne pesadumbre:
—¡Acatemos la voluntad de Dios!
Los dos bedeles se santiguaron devotamente. Allá en el fondo del claustro resonaba un campanilleo argentino, grave, litúrgico. Era el viático para Monseñor, y los bedeles se quitaron las birretas. Poco después, bajo los arcos, comenzaron a desfilar los colegiales: Humanistas y teólogos, doctores y bachilleres formaban larga procesión. Salían por un arco divididos en dos hileras, y rezaban con sordo rumor. Sus manos cruzadas sobre el pecho, oprimían las birretas, mientras las flotantes becas barrían las losas. Yo hinqué una rodilla en tierra y los miré pasar. Bachilleres y doctores también me miraban. Mi manto de guardia noble pregonaba quién era yo, y ellos lo comentaban en voz baja. Cuando pasaron todos, me levanté y seguí detrás.
La campanilla del viático ya resonaba en el confín de la calle. De tiempo en tiempo algún viejo devoto salía de su casa con un farol encendido, y haciendo la señal de la cruz se incorporaba al cortejo. Nos detuvimos en una plaza solitaria, frente a un palacio que tenía todas las ventanas iluminadas. Lentamente el cortejo penetró en el ancho zaguán. Bajo la bóveda, el rumor de los rezos se hizo más grave, y el argentino son de la campanilla revoloteaba glorioso sobre las voces apagadas y contritas.
Subimos la señorial escalera. Hallábanse francas todas las puertas, y viejos criados con hachas de cera nos guiaron a través de los salones desiertos. La cámara donde agoniza Monseñor Estefano Gaetani estaba sumida en religiosa oscuridad. El noble prelado yacía sobre un lecho antiguo con dosel de seda. Tenía cerrados los ojos: Su cabeza desaparecía en el hoyo de las almohadas, y su corvo perfil de patricio romano destacábase en la penumbra, inmóvil, blanco, sepulcral, como el perfil de las estatuas yacentes. En el fondo de la estancia, donde había un altar, rezaban arrodilladas la Princesa y sus cinco hijas.
La Princesa Gaetani era una dama todavía hermosa, blanca y rubia: Tenía la boca muy roja, las manos como de nieve, dorados los ojos y dorado el cabello. Al verme clavó en mí una larga mirada y sonrió con amable tristeza. Yo me incliné y volví a contemplarla. Aquella Princesa Gaetani me recordaba el retrato de María de Médicis, pintado cuando sus bodas con el Rey de Francia, por Pedro Pablo Rubens.