LA DESAPARICION DE VOLKONSKY
ENAMORADO como estaba el polaco, y lleno de ardor por sus negocios mineros, todas las ocasiones le parecían buenas para ir a Puebla a ver a su novia y a sus minas.
En una de estas excursiones Volkonsky fue y no volvió. Pasaron días y días y no se supo nada de él. Aviraneta escribió a Luisa Olaechea, y esta contestó que llevaba más de una semana sin tener noticias de su novio.
Volkonsky había desaparecido, se había extraviado, lo habían hecho prisionero los indios, había caído en alguno de los abismos del Orizaba…
La cosa para Aviraneta y para la Sociedad nuestra era grave. Se perdían planos, expedientes, obra de mucho tiempo y mucho dinero.
Aviraneta no tenía seguridad ninguna de encontrar el sitio de los yacimientos del mineral; pero inmediatamente se dispuso a volver a la zona minera y a explorar. Formó una caravana, mandada por el capitán Gavilanes. Yo me uní a ella. Tenía interesado algún capital en el negocio y quería saber pronto si era dinero perdido o no.
Unos días antes de salir nuestra caravana, un oficial español, Arteaga, que estaba de guarnición en el castillo de Ulúa, fue a ver a Aviraneta y le contó que a Luisa Olaechea, la novia de Volkonsky, le habían enviado una mano cortada en una cajita de laca. La muchacha afirmaba que era la mano de su novio, porque tenía unas letras que ella creía haberle visto anteriormente en la muñeca. Estas letras decían: i er as ol n e.
—Es la mano de Volkonsky —dijo Aviraneta al oír a Arteaga.
—¿Por qué tienes esa seguridad?
—Por las letras.
—¿Sabías tú que las tenía?
—Sí.
—¿Qué quieren decir?
—Es lo que le quedaba de un tatuaje, ya medio borrado, con estas dos palabras: Libertas Poloniae.
A la pregunta de Arteaga de quién podía ser el que había matado al polaco, Aviraneta no contestó.
Dos días después de esta conversación, Eugenio dio la orden de partida, y salimos de Veracruz. En vez de marchar por el camino conocido, Aviraneta dijo que había que seguir otro itinerario. Durante la marcha, los capataces afirmaron que Aviraneta no sabía lo que se traía entre manos; que aquel no era el camino para ir hacia el Orizaba; que nos estábamos alejando cada vez más. Al quinto o sexto día, al anochecer, nos acercamos a un gran bosque de cedros americanos. En el lindero del bosque Aviraneta mandó hacer alto, cenamos y, después de ordenar a unos cuantos indios, dirigidos por un capataz, que guardasen nuestros caballos y nuestros equipajes, nombró una pequeña tropa de ocho hombres, entre los que estaba yo, y mandó que cada uno llevara fusil, pistola, machete y municiones en abundancia, y así, armados hasta los dientes, nos internamos en aquella selva. Había una calzada grande en medio que cortaba este bosque; pero Aviraneta no quiso seguirla, y marcharnos paralelamente a ella por entre los árboles.
La luna, muy redonda y rojiza, aparecía en el cielo con una aureola amarillenta.
A las dos horas o dos horas y media de marcha entramos en una vega feraz cruzada por un río, con grandes extensiones de tierras de labor. En medio había una casa amplia con ventanas y galerías que brillaban a la luz de la luna. El humo salía blanquecino en aquel momento de una chimenea. Cerca de la granja se distinguía una capilla con su cruz, y alrededor, chozas pequeñas desparramadas por el campo.
Al ponernos a la vista de la casa, por orden de Aviraneta dimos un rodeo, metiéndonos por un barranco, que él, sin duda, calculó bastaba para ocultarnos. Estos detalles de estrategia denunciaban en Eugenio al guerrillero.
Salimos cerca de la alquería, y Aviraneta destacó cuatro hombres para que espiaran y nos anunciaran con una seña a los cuatro que esperábamos si salía alguno de la granja.
No tardó media hora en aparecer una mujer. Los cuatro marchamos en la dirección que nos indicó el espía, y sin que diera un grito la cogimos, la atamos y la llevamos dentro del bosque.
Yo hasta entonces no sabía que aquella casa que estábamos sitiando era la de don Luis Miranda, y que en aquel momento se encontraban allí sus hijos, don Fernando y Coral.
A la india, a quien habíamos prendido, le hizo Aviraneta algunas preguntas que me sorprendieron, entre ellas si sabía de un gringo a quien habían matado allá. Ella dijo que no sabía nada.
Se le amenazó con darle tormento, se le dijo que se le colgaría y se le pondría fuego a los pies. Ella permaneció tranquila sin contestar.
En vista del mal resultado de las preguntas y de las amenazas quedó la vieja india a mi cargo para que no se escapara y fuese a dar parte a sus amos de lo que ocurría, y Aviraneta y los otros dos volvieron hacia la granja.
Pasé unos momentos malos dentro del bosque; la vieja, atada, me lanzaba unas miradas que me llenaban de espanto. Yo no sé qué maldiciones debía de estar echándome en su lengua. A la hora próximamente vino uno de los nuestros corriendo a decirme que me reuniera con ellos.
Habían prendido a un viejo capataz, y este, asustado por las amenazas de atormentarle, cantó de plano.
Dijo que Coral había mandado al gringo rubio, a Volkonsky, una carta diciéndole que fuera a su casa a despedirse de ella.
El gringo fue a la granja; estuvo hablando con la señorita, y en el patio, al ir a marcharse, dos indios apostados allí le mataron.
Al verlo tendido en el suelo, ella preguntó:
—¿Está muerto?
—Sí, mi ama —contestaron los indios.
—Cortadle la mano derecha y enterrarle.
El viejo capataz dijo que el gringo rubio había sido enterrado en el corral de la casa, en un ángulo, cerca de un banco con una cruz. Por lo que dijo, era fácil saltar la tapia y entrar en el corral.
Se llevó a la india y al capataz viejo a una choza, se les encerró allí, se sujetó la puerta por fuera, y nosotros, los ocho, cogimos azadas, palas y picos, y uno tras otro saltamos la tapia de la casa de Miranda.
Encontramos el sitio indicado por el capataz, que se señalaba por estar la tierra removida, y nos pusimos a cavar.
Realmente la escena era fantástica: dos de los nuestros trabajaban con el azadón y la pala, mientras los otros, en acecho, estaban con las armas dispuestas para disparar.
Al cabo de unos minutos se dio con el cuerpo del polaco y se dejó a la superficie su cadáver, ensangrentado y lleno de tierra.
Aviraneta, con una serenidad tremenda, le registró los bolsillos y sacó una cartera abultada. Luego fue viendo uno a uno los papeles. Allá estaban los planos y los documentos de las minas. Íbamos a volver a enterrar al polaco, cuando se oyeron voces en el patio. Alguien se acercaba.
—Cuidado —dijo Aviraneta—; si alguien viene, prendedlo sin ruido.
El que se acercaba era Fernando. Cuando estuvo a pocos pasos de nosotros quedó preso y con la boca tapada.
El espanto y la sorpresa lo dejaron amilanado.
De pronto se oyó la voz de Coral, que decía:
—Pero, Fernando, ¿dónde estás? ¿Qué pasa?
—No le hagáis nada —nos dijo Aviraneta, y avanzando exclamó—: Fernando está aquí, señorita. Mira en este momento con nosotros el cadáver de Volkonsky.
Un grito ahogado fue la respuesta de Coral; pronto logró calmarse y quedar tranquila. Coral contempló el cadáver del polaco a la luz de la luna.
—Su hermano, que la tiene a usted por un ángel —siguió diciendo Aviraneta—, y a mí por un demonio, comenzará a comprender la clase de mujer que es usted. Verá que no sólo tiene usted amantes, sino que los manda matar cuando le estorban.
—Cuando me estorban, no; cuando me engañan —replicó ella.
Fernando lanzó un quejido lastimero. Aviraneta mandó que lo soltáramos.
—¡Pobre hermano! ¡Lo siento por él! —exclamó Coral—. ¿Van ustedes a dejar el muerto así? —preguntó luego.
Dos de los nuestros cogieron el cadáver, y después todos, con las palas, comenzamos a echar tierra encima.
—Y ustedes, ¿qué son? —me preguntó de pronto Coral—. ¿De la Justicia?
—No —contesté yo, secándome el sudor que corría por mi frente.
—¿Pues qué interés han tenido ustedes para venir aquí?
—Es que Volkonsky guardaba los planos de nuestras minas.
—¡Ah! —exclamó ella con desprecio—. Son ustedes comerciantes.
Realmente, lo lógico hubiera sido prender a aquella mujer y entregarla a los tribunales de Justicia; pero a ninguno se le ocurrió esto. Cuando concluimos de enterrar de nuevo el cadáver miramos a Aviraneta esperando sus órdenes, y por su indicación cruzamos el patio tras él y salimos al vestíbulo de la granja.
—Y con esta real moza, ¿qué hacemos? —preguntó de pronto Gavilanes.
—Amigo, allá usted —replicó Aviraneta—; esta real moza un día le dirá a usted que le quiere y al otro le cortará la mano… o la cabeza.
Ella nos miraba indiferente, con frialdad y con desprecio. Salimos de la granja, nos formamos y echamos a andar por el camino. Aviraneta temía que nos fueran a atacar; pero no nos atacaron.
A la mitad del camino Gavilanes se retrasó; le esperamos, y no vino.
—¡A ti también te cortarán la mano, Gavilanes! —gritó Aviraneta en burla.
Nadie contestó.
Avanzamos hasta salir del bosque y reunirnos con nuestra caravana. Al día siguiente volvimos de nuevo camino de Veracruz; se copiaron los planos de las minas, y la Sociedad siguió adelante.