III

LAS RAZONES DE AVIRANETA

LLAMAMOS a Eugenio a casa, y mi tío comenzó a sermonearle. Le dijo que le parecía muy mal su conducta con la señorita de Miranda, una muchacha de familia tan distinguida. No tenía más remedio que volver de su acuerdo. Iba a creer todo el mundo que había pretendido a aquella señorita cuando estaba sin un cuarto y que desde el momento que había encontrado algún dinero no quería nada con ella.

Aviraneta escuchó las reflexiones nuestras y contestó que había reñido con la chica y que le molestaba la familia, que constantemente, y con cualquier motivo, estaba hablando mal de los españoles.

Este odio le irritaba.

—Sí; pero tú debes dar una satisfacción a los padres.

—¿Por qué?

—Porque has comprometido a esa muchacha de una familia tan respetable.

Para mi tío, toda familia rica era necesariamente respetable.

—Yo no veo que la haya comprometido —replicó Eugenio—. La he galanteado, he ido a hablar algunas noches con ella, y nada más.

—Pero tú la has dejado…, y no tienes motivos para dejarla.

—Sí tengo motivos. ¡Ya lo creo!

—¿Pues?

—Nada, que la niña ha tenido ya unos cuantos amantes antes de hablar conmigo.

—¿Amantes?… Quieres decir novios.

—No, no, amantes —replicó con indiferencia Aviraneta.

—¿De manera que la hija de don Luis Miranda…?

—La hija de don Luis Miranda es una Mesalina criolla.

Mi tío no sabía quién era Mesalina; pero por el tono comprendió que la acusación de Eugenio se agravaba.

—¿Y tú cómo has averiguado eso?

—Usted sabe que yo he andado hecho un perdido en Veracruz. Tenía mi objeto. Quería orientarme, conocer la vida de aquí… Entre mis amigos estaba Ladislao Volkonsky, ese polaco que fue el primero que cogió la pista de estas minas próximas a Puebla. Nos hicimos amigos Volkonsky y yo, y decidimos encontrar un capital, ir a ese punto y ver las minas.

Formamos nuestra caravana y nos pusimos en camino. Hombres que llevan doce o catorce días de marcha juntos no tienen más remedio que hacerse amigos o enemigos. Nosotros nos hicimos amigos. Yo le hablé de mis correrías con el cura Merino y de mis conspiraciones; él, de Waterloo, donde había estado, y de su campaña con Mina el Mozo.

Yo le conté que tenía relaciones con Coral, la hija de Miranda, y él me escuchó sin decir nada. De pronto, una vez en la conversación, me habla de don Luis Miranda, me dice que había vivido en su casa, que había sido profesor de francés de Coral y tenido relaciones con ella.

Entonces yo le pregunté de pronto:

—¿Y cómo me has ocultado eso sabiendo que Coral es novia mía?

Volkonsky se turbó y no supo qué contestarme.

El polaco, que es un hombre inteligente y efusivo, comprendió que yo no dejaría nunca de sospechar de Coral, y al día siguiente de esta conversación me preguntó:

—¿Qué vas a hacer con Coral?

—La voy a dejar.

—¿No estás enamorado de ella?

—No. Puedes decirme lo que sepas de su vida. ¿Tú has sido su amante?

—Sí.

—¿Y la seduciste y la abandonaste luego?

—No, yo no la seduje ni la abondoné. Coral es una mujer lasciva. A los trece o catorce años había tenido amores con un viejo, amigo del padre, que le ayudó a pervertirla. Cuando la conocí yo tenía dieciséis o diecisiete años. Aunque yo en mi país sea de una familia más aristocrática que la de un simple hacendado rico mejicano, aquí, en Veracruz, era un pobre emigrado, oscuro y hambriento. Llegué a casa de los Miranda recomendado y me puse a dar lecciones de francés a los dos hijos. Yo no soy muy decidido, y apenas me atrevía a hablar con Coral. Ella me provocó con sarcasmos por mi timidez; si había una barrera entre ella y yo, ella me convenció de que podía saltar esa barrera. Fui el amante de Coral durante varios meses, y cuando ella me dijo que nuestros amores iban a tener fruto, yo me apresuré a decirle que debíamos casarnos, y que si no quería quedarse allí, nos iríamos a Europa. Ella no aceptó mi propuesta, y después supe que había llamado a una vieja india y que había abortado.

—Esto fue lo que me contó Volkonsky —siguió diciendo Aviraneta—; y al llegar a Veracruz de vuelta de nuestra excursión por el Orizaba y los montes próximos, comencé a hacer indagaciones para averiguar la verdad, cosa no muy difícil en un pueblo pequeño como Veracruz y conociéndolo, como lo conozco yo, bien.

El capitán Gavilanes me llevó a casa de una india, celestina de gente rica, y esta me contó los devaneos de Coral. Efectivamente, lo dicho por Volkonsky era verdad. La celestina me dijo el nombre del primer amante de la niña, un criollo que goza fama de hombre respetable en Veracruz. Después de sus amores con Volkonsky, la niña de Miranda se lanzó. Tuvo amores con un capataz mulato de su hacienda, y porque el mulato estaba en relaciones íntimas con una india, la mandó azotar a ella y luego a él lo tuvo cargado de cadenas. La celestina me ha asegurado que Coral, por intermedio suyo, ha tenido citas amorosas, aquí en Veracruz, con marinos extranjeros, a quienes no conocía de antemano.

—En fin —concluyó diciendo Aviraneta—; esta vieja me ha pintado a Coral no como una mujer que puede haber marchado por el mal camino, sino como una hembra lasciva, mal intencionada y perversa. Tanto es así, que la india, al concluir de hablar conmigo, temblaba pensando en la venganza de Coral, y yo le tuve que dar algún dinero para que se marchara de Veracruz.

—¿Y ahora, qué vas a hacer? —le preguntamos mi tío y yo a Aviraneta.

—¿Ahora? Nada. Coral me escribió preguntándome por qué no iba a verla. Le contesté que tenía razones para no ir. Volvió a escribirme y a preguntarme qué razones tenía, y le contesté que lo sabía todo. Que no me obligue a dar explicaciones a su padre o a su hermano, porque sería para mí muy desagradable; pero si cree ella que debe vengarse de mí y me envía al hermano, al amigo o al amante, aceptaré el desafío en las condiciones que quieran.

Mi tío estaba espantado oyendo a Aviraneta. Pasaron días y no ocurrió nada. En casa no volvió a aparecer don Luis Miranda.

Por lo que contó Aviraneta, Coral había ido con gran sigilo a ver a la celestina india; y al saber que había escapado comprendió de dónde venían las noticias de su novio.

Un día le dieron a Aviraneta una cita de noche. Eugenio, que era desconfiado, se presentó con cinco amigos suyos, entre ellos Gavilanes y Volkonsky.

Aviraneta iba algo separado de los otros, que marchaban a pocos pasos tras él.

Al llegar al punto de la cita, siete u ocho enmantados, dirigidos por Fernando Miranda, se echaron sobre Eugenio. Mientras este se defendía, Gavilanes, Volkonsky y los demás corrieron al lugar de la pelea y se enzarzaron a puñaladas y a tiros, dejando descalabrados a unos cuantos y haciendo huir a los otros, entre ellos a Miranda.