II

LOS CALAVERAS

PASAMOS algún tiempo, casi un año, sin saber lo que hacía Aviraneta, y las primeras noticias que tuvimos de él fueron que estaba hecho un calavera y que se reunía con lo más perdido de Veracruz, con un grupo de unos cuantos españoles y extranjeros en bandada, que se dedicaban a escandalizar el pueblo.

Algunos de los españoles eran militares que habían tomado parte en la guerra de la Independencia y en las conspiraciones liberales; los extranjeros, los gringos, que decían allí, eran restos del ejército de Napoleón, italianos, griegos, polacos, gente de todas castas y condiciones.

Entre los españoles se distinguían el capitán Gavilanes, Arquez, Aviraneta y un bribón llamado Paula Mancha, que llevaba el monte en una chirlata y que jugaba muchas veces con cartas marcadas.

Estos aventureros españoles alarmaban al pueblo con sus juegos, sus riñas y sus amores y, sobre todo, por el alarde que hacían de irreligión y de impiedad.

El gobernador los toleraba porque no tomaban carácter político. Allí lo que se temía era la política. Así se oía decir a algún lépero cuando le llevaban preso, dirigiéndose al público: «Me toman por político, y yo no soy más que ladrón».

Aviraneta se distinguió pronto entre la cuadrilla de calaveras por su valor y su audacia. Una noche ataron a un policía a una reja; otra vez, varios amigos que habían ido a cazar patos silvestres a la luz de la luna dieron una paliza terrible a unos cuantos ladrones que salieron a atacarles.

Contra esta partida de calaveras españoles y extranjeros se había formado otra de criollos, casi todos afiliados a la masonería.

Los criollos tenían más arraigo en el país, más partidarios entre la gente pobre, y también más prudencia. No iban ellos a atacar a los que consideraban intrusos, sino que enviaban a sus criados y deudos contra los españoles al grito de: «¡Dios y libertad! ¡Mueran los gachupines!».

Los aventureros españoles y extranjeros se defendían a fuerza de audacia. Los criollos contaban con la protección del ejército y del Gobierno. Aviraneta y sus amigos tenían relación con los bandidos que pululaban por el estado de Veracruz, a los que se llamaba salteadores del camino grande.

El capitán Gavilanes, íntimo de Aviraneta, había sido jefe de una partida de bandidos, y estaba dispuesto a volver de nuevo a serlo cuando se cansara de la vida tranquila de la ciudad. Gavilanes tenía amistades con lo peor del país: con los léperos, con los bandidos y con los indios totonacas.

Aviraneta, rodeado de tan excelentes camaradas, se distinguió pronto entre ellos y fue considerado como su jefe. Su tipo extraño, su mirada atravesada, el gusto de vestir de negro le daban un aire verdaderamente siniestro.

Se comenzó a acumular sobre él aventuras e historias.

Muchos robos y asesinatos que se cometían en el camino de Veracruz a Méjico se atribuyeron a él y a sus camaradas.

Eugenio era un personaje casi popular.

Los hombres le miraban de reojo y las mujeres le sonreían.

Estos países americanos, que han heredado todo lo malo de los españoles, adoran al bravucón y al Tenorio.

Cuando Aviraneta paseaba a caballo fuera de la puerta del Sur, en compañía del capitán Gavilanes, el antiguo jefe de bandidos, y con un polaco amigo suyo llamado Volkonsky, podía tener la seguridad de que la mayoría de las damas habían hablado de él.

Mi tío y yo preguntábamos a los conocidos qué se sabía de Eugenio, y uno de ellos nos contó que tenía una novia riquísima, hija de una familia criolla, muy entonada y orgullosa, los Miranda, y que iba por la noche a hablar con la muchacha.

¿Serían estos los planes de Aviraneta?, nos preguntamos mi tío y yo. ¿Querría llegar a la fortuna haciendo una buena boda?

No lo creíamos.

De pronto se comenzó a hablar de una expedición misteriosa, para buscar minas, que iban a hacer Volkonsky el polaco y Aviraneta.

Efectivamente: partieron para su expedición, y al cabo de tres o cuatro meses, cuando ya creíamos que se habían perdido o que estarían prisioneros de los indios, volvieron a Veracruz diciendo que habían encontrado riquísimas minas de plata.

Se habló de que el filón descubierto por ellos era abundantísimo; de que iban a formar una Sociedad por acciones; de que habían encontrado dinero. De lo que no se hablaba ya era de los amores de Aviraneta.

—¿Y la novia? —preguntaba mi tío, que era muy curioso—. ¿Qué ha hecho Eugenio de la novia?

—Ahora parece que la novia es la mina de plata —le contestaba yo.

Desde aquella expedición minera las calaveradas de Aviraneta concluyeron; ya no se le veía en ninguna parte. Por lo que decían, se pasaba la vida en casa trabajando, escribiendo cartas, y de quince en quince días marchaba a Puebla, pues era la ciudad más próxima a la zona minera encontrada por el polaco y por Aviraneta.

Un día que estábamos en el almacén se nos presentó don Luis Miranda, el padre de la que había sido novia de Aviraneta.

Bajó de su coche y entró en casa.

Venía a vernos a mi tío o a mí. Le hice pasar a mi despacho, llamé a mi tío y hablamos. Don Luis nos dijo que nuestro pariente, Eugenio de Aviraneta, después de estar en relaciones con su hija, a pesar de ser un hombre de fortuna y de calidad inferior a la suya, había dejado de aparecer por su casa, a la vuelta de una excursión al Orizaba en busca de minas. Esto creía él que era una informalidad o una tontería; pero, fuese lo que fuese, no se hallaba dispuesto a tolerarla.

—Yo necesito una explicación —terminó diciendo don Luis—. El buen nombre de mi hija no puede estar en manos de un aventurero o de un calavera. Ustedes, que son parientes de Aviraneta, hagan ustedes el favor de hablarle.

Yo le hubiera contestado a aquel señor del mismo modo que nos había hablado él; pero mi tío veía en todo el negocio, y contestó amablemente diciendo que don Luis tenía razón, que hablaría a Eugenio y que le convencería de lo incorrecto de su conducta.

El señor Miranda se fue arrogantemente, como si él fuera un príncipe y nosotros unos pobres tenderos.

Era don Luis Miranda un criollo, hijo de un español y de una mestiza.

En estos países americanos, que se las echan de demócratas, la cuestión de sangre tiene una importancia capital; un lejano ascendiente de color entre cierta clase de personas es una deshonra. Sentirse mestizo allí es una inferioridad; de esto proviene el fondo de odio inextinguible del americano contra el español.

El americano, hijo de España y nacido en América, odia al país de donde procede y desdeña interiormente aquel donde ha nacido. Le pasa como al mulato hijo de blanco y de esclava, que odia al padre y desprecia a la madre.

Don Luis Miranda odiaba a los españoles de una manera furiosa. Se atribuía a él la frase de que si se hubiera podido sacar la sangre española de sus venas a puñaladas, lo habría hecho con gusto.

En casi todos los criollos, más en los ricos que en los pobres, existía, y existirá seguramente, el espíritu filibustero, que no cesó con la independencia, ni cesará nunca, hasta que las Américas españolas sean conquistadas por los yanquis.

Los criollos fingían burlarse de nosotros, y nos llamaban gachupines, chapetones, patones, porque decían que teníamos los pies grandes, como es natural en gente acostumbrada a andar y a trabajar; pero debajo de estas burlas aparecía la verdad, y esta era que nos odiaban y nos envidiaban.

Don Luis Miranda era el jefe del partido antiespañol de Veracruz. Tenía casa de banca importante, mucho dinero y una enorme hacienda a diez o doce leguas de la ciudad.

Don Luis estaba casado con una cubana muy guapa, de la que decían también que tenía algo de sangre negra.

Los dos hijos de don Luis, don Fernando y Coral, eran tipos del criollo puro. Don Fernando, el hermano mayor, era alto, delgado, de tez mate, el pelo muy negro y muy lacio, las manos y los pies muy pequeños.

Don Fernando se parecía a su padre en la figura y en las inclinaciones. Era orgulloso, altivo, con gustos de aristócrata, y sentía el mismo odio frenético por los españoles.

Eso de que allí lejos, en España, hubiera condes y marqueses de verdad, sin mezcla de indios y de negros en su ascendencia, le producía una gran desesperación.

Coral, la hija menor, era una mujer soberbia. Tenía la piel blanca y muy mate, el pelo rizado, los ojos azules, claros, ardientes; la boca muy roja y las manos y los pies pequeñísimos. Vestía casi siempre de negro, trajes de seda, e iba llena de joyas.

Algunas veces, muy pocas, se la veía en coche. A pie no andaba nunca.