LA CASA DE ALZATE
—¿LO que hizo Aviraneta en Méjico la primera vez que estuvo allá? —dijo Alzate mirando a Baroja—. Creo que lo he contado ya muchas veces aquí.
—No recuerdo —dijo don Rafael.
—Sí, lo he contado; pero, en fin, lo volveré a contar.
Aviraneta fue a Méjico en tiempo del virrey Apodaca, por el año de 1816 al 17. Yo llevaba ya cerca de veinte años viviendo en la ciudad de Veracruz como socio de mi tío Ramón. Teníamos entre los dos un gran almacén, que había comenzado por ser una tienda de comestibles, que por allá llaman pulpería, y que llegó a convertirse en casa de banca.
Aviraneta se presentó en nuestro almacén y habló con mi tío y conmigo. Le preguntamos si contaba con algún empleo y dijo que no. Entonces le ofrecimos que se quedara en la casa. Mi tío y yo teníamos demasiado trabajo.
—Muchas gracias —contestó él—. Si vengo aquí he de estar poco tiempo en el almacén, porque tengo otros proyectos.
—Pero mientras tanto…
—Bueno; mientras tanto, os acompañaré. ¿Tenéis muchas horas de trabajo?
—No. El almacén se abre a las nueve y media hasta la una y media, en que se cierra; luego, a la tarde, se vuelve abrir a las tres y media y se vuelve a cerrar a las seis.
—Es muy poco. Y desde las seis en adelante, ¿se está libre?
—Completamente.
—Muy bien.
Al otro día vino Aviraneta con su equipaje, que en junto era un par de maletas. Se instaló en nuestra casa y empezó a trabajar.
Allá en Veracruz, en mi tiempo, los dependientes de las tiendas llevaban una vida muy regalada. Amos y criados hacíamos siete comidas al día: en la cama, la jícara de chocolate; a media mañana, las once, que consistía en un bizcocho con una copa de vino; a las dos, la comida; a las cinco, nueva jícara de chocolate; a las ocho, otro bizcochito, y a las diez, la cena.
Aviraneta no hizo caso de estas costumbres; comía una o dos veces al día, a lo más, y trabajaba él sólo como tres o cuatro personas juntas.
Los otros dependientes, acostumbrados a la pereza de un país tropical, le tenían como a un hombre extraordinario.
Como allí se ganaba el dinero fácilmente y Aviraneta nos hacía tan buen servicio, le quisimos aumentar el sueldo e interesarle en nuestros negocios; pero él no se entusiasmó; seguía pensando en otra cosa.
Hacia mediados de verano, seis meses después de llegar, me dijo a mí que se marchaba.
Mi tío y yo, suponiendo, por los antecedentes que nos había contado, que pensaría intervenir en la política mejicana, le convencimos de que no lo hiciera.
—España va a perder el imperio mejicano —le dijo mi tío—. Si tú eres un patriota español, no te mezcles en esto; será una vergüenza para ti y para nosotros.
Mi tío tenía razón; la correría de Mina el Mozo y después la intervención de los masones españoles durante el mando de O’Donojú, acabaron de precipitar la independencia de Méjico.
Más tarde o más temprano América se tenía que perder. Bien perdida está. ¡Ojalá se hubiera perdido antes!
Aviraneta, al oír lo que le decíamos, replicó que no pensaba ocuparse de política en Méjico; que su idea era explorar las zonas próximas a Veracruz y dedicarse a negocios de minas.
—¿En el verano? ¿En la estación de las lluvias? —le pregunté yo.
—Sí.
—¡Creo que no sabes lo que te haces!
—¿Por qué no?
—Porque aquí no se puede hacer nada durante el verano.
—Ya veremos.
La estación de las lluvias es allí la época del vómito negro y de los mosquitos.
La gente de Veracruz, en estos meses de calor sofocante, se encerraba en sus casas como para un sitio; muchos iban a sus haciendas; otros a Jalapa, villa colocada a bastante altura sobre el nivel del mar y de clima sano.
En nuestras casas nos encerrábamos dentro amos y dependientes, y mi tío Ramón se dedicaba a hacer de médico: al uno le daba un purgante; al otro, un emético. Tenía el negociado de sanidad.
Yo no sé cómo será hoy Veracruz; entonces era uno de los pueblos más malsanos, más inclementes del mundo. La poca gente que transitaba por la calle tenía aire febril; al que no, se le veía pasar irritado, desafiador por el calor y el alcohol.
La ciudad, muy blanca, llena de cúpulas y terrazas de conventos, ardía, calcinada por el sol; las calles, anchas y tiradas a cordel, estaban desiertas; las casas, blancas, se veían herméticamente cerradas, y los miradores y los balcones, vacíos.
Los únicos pobladores del pueblo eran unos pajarracos negros, como cuervos, que allí llaman zopilotes, y que se lanzan desde los tejados a la calle a llevarse en el pico las basuras que echan de las casas.
Alrededor de la ciudad, sobre la muralla de piedra con sus garitas y fortines, se veían dunas de arena rojiza, arenales blancos salpicados por pantanos negruzcos, y muy cerca del mar, arrecifes cubiertos de algas.
No había por allí rastro de vegetación; ni un árbol ni una mata en muchas leguas a la redonda. Era una calma de desierto, un cielo implacable, sin una nube, en el cual únicamente se veían bandadas de cuervos del país, que se detenían a mondar los esqueletos de los caballos enterrados en medio de los arenales. En estos meses de verano la poca gente que quedaba en Veracruz no salía de casa ni aun de noche. Toda la vida comercial estaba paralizada.
Los domingos, en el paseo que había fuera de la puerta del Sur, no se veía en este tiempo a nadie, y solamente algunos vagabundos y ladrones, que allí llaman léperos, dormían tendidos en los bancos.