PRÓLOGO

HACE ya muchos años estuve con mi mujer pasando el verano en Irún. Escogí este pueblo porque podía ir rápidamente a Vera, donde vivía mi madre, y también porque me gustaba enseñar a mi mujer los sitios y lugares de las correrías hechas por Aviraneta y por mí.

Visitaba con frecuencia el valle de Oyarzun, donde tengo parientes, y charlaba con algunos amigos del pueblo en la tertulia de la botica.

El boticario, don Rafael Baroja, era un señor que de joven fue a Oyarzun desde un pueblo de Álava y se estableció allí, casándose con la hermana de otro farmacéutico apellidado Arrieta.

Don Rafael Baroja, o de Baroja, como se llamaba él, el buen viejo, como hombre del siglo XVIII, tenía la chifladura de la hidalguía, y a poco que se insistiese sobre este punto sacaba sus ejecutorias; sentía, al mismo tiempo que la efusión por el pasado y por la casta, gran entusiasmo por el progreso.

Una de las manifestaciones de su entusiasmo había sido instalar, a poco de llegar a Oyarzun, una pequeña imprenta y ponerse a componer en el rincón de la rebotica, contento como un chico con un juguete nuevo.

Baroja imprimió en su farmacia proclamas de los franceses, desde 1808 a 1813; manifiestos de los patriotas, de los realistas, de los constitucionales de Riego y Quiroga, de los feotas de Quesada y Juanito, de los personajes de la Junta de Oyarzun, de los generales de Angulema, de los cristinos y de los carlistas.

Mientras tanto, iba dando a la estampa catecismos en vascuence, almanaques y alguno que otro libro más voluminoso.

Baroja recordaba muchas cosas. Como impresor, se había tenido que avistar con generales de Napoleón, con guerrilleros, con liberales acérrimos y con reaccionarios furibundos, y contaba sus recuerdos de una manera amena y graciosa.

Baroja había tenido su corta vida política. Se había afiliado a una Sociedad, constituida en San Sebastián de 1820 a 1823, llamada La Balandra, Sociedad dirigida por su secretario, un tal Legarda. Entonces San Sebastián era pequeño, pero tenía espíritu y algún carácter vasco; no se parecía a la ciudad de hoy, híbrida como un pueblo americano, petulante, sin tipo, dominada por los jesuitas y por una burguesía ramplona y vulgar.

Baroja en aquella época se sintió atrevido, y en unión de su cuñado y de su hijo comenzó a publicar en San Sebastián El Liberal Guipuzcoano, periódico radicalísimo, muy bien informado de los asuntos del extranjero, y que fue como un vigía de los liberales españoles en la frontera.

Miñano, Llorente, González Arnao y otros, mandaban artículos y sueltos al periódico.

El ex fraile Arrambide daba en El Liberal Guipuzcoano la nota irónica y furiosamente anticlerical.

El Espectador y los periódicos liberales de Madrid copiaban las noticias de El Liberal Guipuzcoano. Al acercarse la invasión de los franceses con Angulema, el periódico editado por don Rafael tuvo un momento de importancia.

Don Rafael, al entrar el duque de Angulema, dejó San Sebastián, que estaba sitiado, y se volvió a Oyarzun. Nadie le molestó. Aquella fue toda su vida política.

Baroja conocía a Aviraneta y celebraba mucho las ocurrencias de Eugenio, como le llamaba él.

Algunos días iba a la botica un señor de Irún que había estado en América, pariente mío, don José Antonio de Alzate.

Alzate era todo un tipo: muy alto, muy viejo, muy encorvado, siempre vestido de negro, con traje de riguroso invierno, y siempre con un paraguas.

Tenía la cara larga y roja, la nariz grande, los ojos grises, patillas blancas y el sombrero negro, de ala ancha.

Algunos detalles de su indumentaria denunciaban al indiano.

Alzate tenía una hija casada con un labrador rico vasco-francés, de Urruña, y se entendía muy bien con su yerno. Constantemente andaban los dos en un carricoche; el joven con las manos en las riendas, y el viejo con las manos en el paraguas.

De hacer la vida igual suegro y yerno, y de su identificación de ideas, habían llegado a parecerse, al menos en la expresión, en los gestos y en la manera de vestir. Los dos decían las mismas cosas, con el mismo acento, el mismo accionado y la misma sonrisa. Alzate era hombre rico; había traído de Méjico gran caudal, y además, joyas, cadenas de oro y otra porción de cosas.

Después de estar cerca de medio siglo en América, a José Antonio de Alzate le había entrado la avaricia por la tierra vasca; su afán, que había comunicado a su yerno, era acaparar todo lo que podía, intrigando, prestando.

Al mismo tiempo que esta furia de posesión, se le metió en la cabeza la idea de que no debía emplear el castellano, y hablaba vascuence hasta en los sitios donde no le entendían.

Alzate tenía varios caseríos en Oyarzun y por las mañanas iba a visitarlos; luego, por la tarde, se establecía en la Botica Vieja —así se llamaba a la de don Rafael— y, sentado cerca del mostrador, con las correas del bastón vasco alrededor de la muñeca, charlaba.

Al principio yo pensé que su cabeza andaba mal; pero después fui comprendiendo que no oía y no quería parecer sordo.

Luego vi que tenía una memoria muy grande para las cosas antiguas.

Don Rafael me indicó que Alzate le había hablado, hacía ya mucho tiempo, de una historia ocurrida en Méjico, donde intervenía Aviraneta, y yo le rogué que le instara para que la contase de nuevo.

Don Rafael se prestó a ello y un día le dijo:

—Oye, José Antonio, ¿tú eres primo de Aviraneta?

—¿De quién?

—Digo que eres primo de Eugenio de Aviraneta.

—Sí, primo segundo o tercero.

—¿No le has conocido?

—Es más joven que yo.

—Pero ¿no le has conocido?

—¿A Eugenio? Sí.

—¿En Méjico?

—En Méjico y en España.

—No quiere contar nada —me dijo don Rafael—; otro día que le cojamos de buen humor contará lo ocurrido.