EL ASILO DE MAESE JUAN «EL FILÓSOFO»
AL anochecer aparecieron Arquez y Santiaguito el Chaval. Santiaguito, que era un hombrecillo bajito, rubio, algo cojo y jorobado, y que hablaba de tú a Aviraneta, dijo a este que en su casa no podía esconder a nadie. A los requerimientos de Eugenio concluyó diciendo que, si no teníamos escrúpulos en meternos en cualquier rincón, nos llevaría a todos a un sitio donde estaríamos seguros.
«Nada; ahora mismo.»
Decidimos dejar la casa de dos en dos y reunirnos en la Puerta de Atocha. Marcharon primero María y Conchita. A Conchita se le puso el refajo hecho con el hábito del fraile y un mantón; parecía una criada alcarreña. Luego salieron Santiaguito y Aviraneta, y, por último, Arquez y yo, embozados en nuestras capas.
Al pasar por la plaza de Santa Cruz nos encontramos con una patrulla de gente armada, a las órdenes del corregidor, que iba, sin duda, a recorrer los barrios bajos.
Pasamos el susto correspondiente y seguimos nuestro camino por la calle de Atocha. Ya estaba completamente oscuro. Hacía una noche fría, venteaba con furia y los farolillos de aceite de las calles oscilaban con las ráfagas del aire. Salía a ratos la luna entre nubarrones negros.
Al llegar a la plaza de Antón Martín tuvimos otro susto; nos encontramos con un grupo de sayones que se nos acercaron cantando canciones tristísimas. No podía yo comprender qué era aquello, y luego Santiaguito me explicó que era la Ronda de los Hermanos del Pecado Mortal, que iba entonando saetas.
Al llegar a la Puerta de Atocha salimos todos, menos Arquez, y comenzamos a marchar a campo traviesa. Llegamos a las orillas de un arroyo que se llama el Arroyo Abroñigal; allí Santiaguito se paró delante de una casa solitaria, en cuya pared se leía este letrero a la luz de la luna: «Orno de hasados».
—Esperen un momento —nos advirtió.
Esperamos media hora. Al cabo de este tiempo Santiaguito volvió y dijo:
—Entren ustedes. Ahí no les buscará nadie.
Pasamos a un local grande y destartalado. Era la cocina de un horno derruido, donde había un viejo calentándose delante de una hoguera. Saludamos al viejo y nos sentamos. Aviraneta se entendió con él para que nos pusiera de cenar. Era el viejo un aldeano de ojos azules y pequeños, cara de zorro, mal afeitada, el aire de malicia y socarronería. Se llamaba el señor Juan. Nos dijo que estaba allá al fuego porque tenía gran resfrío.
Hablaba un castellano tan claro y tan sonoro, que a mí me maravillaba; me parecía estar oyendo a un español del siglo XVII.
Después de cenar nos preparó unas camas de paja, y allí nos acomodamos. El viejo se tendió sobre un saco, se echó dos capas encima y se quedó latido. Yo no pude conciliar el sueño en toda la noche. El recuerdo de los acontecimientos me tenía nervioso, excitado; sólo al amanecer pude descansar un poco.
Al día siguiente, al despertarme, entraba un hermoso sol por la ventana. El cuarto donde estábamos era grande, encalado, con unas cuantas sillas de paja, una mesa de aspas, un arcón y una imagen de la Virgen en la pared.
El señor Juan salió a la puerta con su hacha y rajó unas cuantas maderas viejas; luego hizo fuego y puso dos pucheros a la lumbre.
Comimos muy bien. Me chocó que no apareciese nadie por los alrededores de aquella casa, realmente desolados y tristes.
El señor Juan nos contó historias de su vida de cazador, con su lenguaje castizo y puro.
Se le podía oír como a un libro. Era tal la fuerza de su egoísmo, que, al escucharle, daba la impresión de que habitaba un mundo sin gente. Le gustaba explicarlo todo con una gran profusión de detalles. Nos habló de la vida que hacía en el campo, de lo que comía por la mañana; después, cómo guardaba el tocino en la cuerna (como la llamaba él) y la tapaba con la corcha. Luego contó lo que le habían costado las dos capas que tenía, de las que estaba muy orgulloso.
Por la noche, el señor Juan rezó el rosario con un gran fervor, y los demás le acompañamos.
Realmente, como la preocupación de no ser presos era en nosotros tan grande, no se me ocurrió pensar qué oficio tendría aquel hombre.
Un día que el señor Juan abrió su arca, vi dentro una porción de cuerdas muy nuevas, garfios y otros aparatos.
—¿Para qué quiere usted tantas cuerdas? —le pregunté.
—Son para mi oficio —contestó él sonriendo. No quise ser indiscreto. A Aviraneta, que supuse lo sabría, le dije:
—¿Pero quién es este hombre en cuya casa vivimos? ¿Qué es?
—¿Este? Es nada menos que maese Juan, el verdugo de Madrid —me contestó Aviraneta.
—¡El verdugo!
—Sí.
La noticia me hizo impresión.
—No se lo diga usted a ellas —advirtió Eugenio.
—No, no.
—¿Y se le puede hablar de su oficio?
—Sí; le contará a usted sus ejecuciones como cuenta sus batidas de caza. Igual.
Efectivamente: maese Juan, al preguntarle si era verdugo, me contestó, sonriendo, que sí, y me habló de los hombres que había echado al otro mundo como un médico de sus enfermos o un párroco de sus feligreses. La cosa, sin duda, le parecía natural y sin gran importancia.
Me contó también que había sido pastor en el pueblo y que había venido a Madrid de guarda. Al quedar vacante la plaza de verdugo, él la había solicitado, porque se ganaba más; pero a su mujer y a su hijo les había parecido tan horrible su decisión, que no querían vivir con él.
Maese Juan no comprendía esto, y se encogió de hombros, como quien no se explica una preocupación absurda.
—¿Usía no estaba enterado de que yo era el verdugo? —me preguntó luego sonriendo.
—No.
—Don Eugenio sí lo sabía.
—Sí; don Eugenio, sí.
—Cuando se tiene el oficio de usía, hay que estar bien con el verdugo —dijo filosóficamente maese Juan.
Yo me estremecí.
—Es verdad —dije—, porque el mejor día se está expuesto a entregar a uno de ustedes el cuello.
—Por fortuna —dijo él—, no todos los verdugos son iguales; hay verdugos y verdugos, caballero.
—Cierto. En esa profesión, como en todas, habrá sus más y sus menos.
—Y que lo puede usía decir muy alto, señor, porque parte del oficio depende del material. Y buenas cuerdas, como yo, no hay verdugo que las tenga; pero parte, y perdone que se lo diga, a usía, depende de la mano.
—¿Y usted la tiene buena, maese Juan?
—No es por alabarme, caballero; pero creo que para enviar con limpieza a un cristiano al otro mundo no hay muchos que se me puedan poner delante.
—Y, sin embargo, ¿usted no habrá matado a nadie antes de ser verdugo?
—A nadie, señor. Es más: la idea sólo de matar me desazonaba; pero cuando entré en las funciones del cargo, cambié y me dije: «Juan, tú no eres un hombre; tú eres la misma Justicia bajada del cielo, que sirve de tus manos para castigar».
—¿Así que no tiene usted remordimientos?
—¿Remordimientos? ¿Por qué, señor? Cumplo mi oficio lo mejor que puedo.
—¿Y cree usted que con esta profesión ganará usted el cielo?
—Así lo espero, señor; habré de pasar por el purgatorio; pero supongo no será por mucho tiempo.
—Lo malo de los verdugos es que no tendrán un santo patrono que interceda por ustedes.
—No; eso, no. Es verdad, eso nos falta; pero yo tengo a la Virgen de la Fuencisla, que intercederá por mí.
Con estas charlas, maese Juan, el verdugo y yo nos entreteníamos.