LA OSCURIDAD ALREDEDOR
LA noche para mí fue horrible; no pude dormir un instante; aquella escena final en el portal de la calle del Viento la tenía constantemente ante los ojos. A veces dudaba de que fuese una realidad.
Por la mañana iba a conciliar el sueño cuando me despertó un campanillazo.
—¡Ya está aquí la Justicia! —pensé.
Era María Visconti, que había pasado la noche en el taller del Majo de Maravillas, atendida por la mujer y por una hermana del chispero.
Aviraneta se despertó y discutimos lo que había que hacer.
Eugenio no recordaba detalles de lo ocurrido la noche anterior.
No hicimos la menos alusión a la muerte del fraile.
Nos parecía que bastaba que reconociéramos nosotros el hecho para que lo conociera todo el mundo.
Por lo que dijo María, a ella no la había seguido nadie. Al entrar en casa no se encontró tampoco persona alguna.
—En cambio, yo parece que hablé con el sereno ayer noche —dijo Aviraneta.
—Eso me contó usted —repuse yo.
—¿Dije, no que le vi, sino que le hablé?
—Sí, que le habló usted.
—Entonces pueden encontrar nuestra pista.
—No me parece tan fácil.
—Sí, no es difícil; cuando vean al otro sin el hábito de fraile comprenderán que nosotros se lo llevamos e interrogarán a los serenos del barrio.
—¿Y qué hacemos? —dije yo.
—Si no fuera por Arquez, que va a venir y nos va a fastidiar, porque ya le han visto varias veces con nosotros, lo más prudente sería quedarnos aquí ocho o diez días. Pero viniendo el Perrete, como vendrá, lo mejor es marcharnos.
—¿Adónde?
—Eso es lo que estoy pensando. Porque la cuestión es que desaparezcamos los cuatro.
Eugenio comenzó a pasearse arriba y abajo por el cuarto; luego se puso a escribir con mucho trabajo, simulando la letra.
—¿Qué hace usted? —le dije.
—Voy a ver si les estorbo un tanto a Corpas y a Freire. Les voy a denunciar a la policía.
—Se va usted a comprometer.
—No; si me comprometiera no lo haría. Esto, por el contrario, nos puede servir.
—Pero ¿qué crédito cree usted que van a dar a una denuncia anónima?
—Pueden darle alguno. Porque yo, que he tenido siempre el temor de que Corpas nos denunciara, he dejado disimuladamente en su casa, metidos entre las hojas de un libro de su biblioteca, los estatutos de la Santa Fe y una lista de conspiradores amigos de Don Carlos. Una maniobra parecida he hecho en casa de Freire, dejando debajo de la estera una serie de facturas de compra de armas. Ahora le digo a la policía que busquen en la biblioteca del uno y debajo de la estera del cuarto del otro. Antes de que Corpas y Freire vayan a denunciarnos se encontrarán ellos denunciados.
—Está bien —dije a Aviraneta.
—Hay que ennegrecer el agua de alrededor —repuso él—. Empezamos a jugarnos la cabeza seriamente.
—¡Y tan seriamente!
—Pero no hay que desesperar.
—Claro que no.
De cuando en cuando íbamos a mirar al balcón de la casa de Aviraneta, que estaba frente por frente de la mía, para ver si abrían las persianas. Esto indicaría que entraban en el cuarto, y de entrar, siempre era posible que fuese la policía.
—¿Usted sabe si cerramos ayer las persianas bien? —me preguntó Aviraneta.
—No; no lo sé.
Otro problema lo tuvimos con el hábito. ¿Qué íbamos a hacer con el balandrán del padre Madruga? Tirarlo era peligroso. Quemarlo, no teníamos dónde.
Por indicación de Conchita decidimos que se hiciera con él un refajo, uno de esos refajos de aldeana pesados que hacen abultar el cuerpo.
María y Conchita se pusieron a coserlo a grandes puntadas, mientras Aviraneta y yo seguíamos discutiendo.
Por la tarde llegó Arquez y le contamos lo ocurrido. El hombre se quedó pasmado con los sucesos que le contamos; le dijimos que teníamos necesidad de encontrar otro rincón donde meternos.
—Mandadme —dijo él—. ¿Qué tenéis pensado?
Nosotros no teníamos nada pensado; no habíamos encontrado aún una solución aceptable. En esto Aviraneta vino con el anteojo en la mano.
—¡Diablo! —exclamó.
—¿Qué pasa?
—Que han abierto las ventanas de mi cuarto.
Cierto que podía ser el viento, o la patrona, que entrara a cualquier menester; pero temíamos que fuera la policía.
—Decidan ustedes algo —dijo Arquez.
Aviraneta comenzó a pasear por la habitación con la cabeza baja.
—¿Tú conoces los alrededores de Madrid? —preguntó de pronto a Arquez.
—No. Pero puedo preguntar,…
—No…, no…, no. Eso no nos conviene. Yo quisiera que fueras a buscar a un conocido mío, a Santiaguito el Chaval, que vive en la calle del Tribulete, número once, y lo traigas aquí. No preguntes a nadie por la calle: compra un planito de Madrid, que se vende en la librería de la calle de Carretas; mira dónde está la del Tribulete, busca a Santiaguito el Chaval, que es zapatero, ven con él, y de paso echa esta carta al Correo.
Se marchó Arquez, y nosotros dos seguimos en observación de la casa de Aviraneta y de la Plaza Mayor.
La ausencia de Arquez nos pareció larguísima.