VIII

LAS PERIPECIAS DE LA FUGA

MARCHÉ yo por la calle del Biombo, no muy de prisa, para no dar la impresión de que huía. Iba horrorizado. Al pasar por delante de San Nicolás, un embozado me detuvo.

—Alto, ¿quién va?

—Carlos, Adhesión y Fe —contesté yo.

—Adelante. ¿Qué hay, amigo?

—Nada de particular.

—¿Mucha gente por allá?

—Sí, alguna.

—¿Tiene usted un cigarrillo?

—Tome usted.

—Muchas gracias.

Luego me quedé asombrado de poder haber seguido aquel diálogo vulgar en el estado en que yo me encontraba. Tal es la fuerza del instinto de conservación.

Por la calle de Santiago, y luego por la de Milaneses, entré en la Plaza Mayor hasta la escalera que baja a Cuchilleros. Al llegar allí, la puerta estaba entornada. Aviraneta esperaba en el portal vestido de fraile. Me dijo que el sereno le había acompañado, y que él, sintiéndose paternidad, le había contado una porción de mentiras.

Esperamos media hora; no apareció María.

—¿Qué habrá hecho esta mujer? —pensamos—. Sabe el camino. Tenía tiempo de sobra para venir; indudablemente, le habrá pasado algo.

—¿Qué hacemos ahora? —pregunté yo.

—Vamos a casa de usted por el tejado —dijo Eugenio.

Subimos de puntillas las escaleras hasta la casa de huéspedes de Aviraneta; abrió él la puerta, cruzamos un largo corredor y entramos en su cuarto. Abrimos el balcón que daba al tejado, saltamos por encima de la barandilla y comenzamos a marchar por encima de las tejas. Aviraneta, como había bebido mucho y no sentía la necesidad de estar sereno, comenzaba a hacer locuras, reía sin motivo y se le ocurrían una porción de simplezas.

—Verdaderamente —decía—, debe usted de estar agradecido de mi invitación a ser conspirador hecha en París, en un baile… Esta es una vida de gato, señor barón…; y todo irá bien si no le dan a uno el golpe del conejo y lo meten en la cazuela.

El viaje fue penosísimo. Aviraneta con el hábito no podía andar. Tropezaba, se caía, se echaba a reír.

De pronto Aviraneta se detuvo, se remangó el hábito y se quedó inmóvil.

—¿Qué le pasa a usted? —le dije.

—No puedo más —contestó él.

—¿Es el alcohol que hace efecto diurético?

—Sí. Pero con este balandrán no me las puedo arreglar. ¡Aquí le quisiera yo tener a Fernando VII!

—¿Para qué?

—Para inundarlo. ¿Sabe usted lo que haría yo ahora?

—¿Qué?

—Proclamar la República desde este tejado.

—La cabeza de usted no funciona bien, Aviraneta. Vamos.

—Espere usted un instante. Voy a quitarme el hábito y a tirarlo a la Plaza Mayor. Que se lo ponga si quiere ese rey de bronce que está ahí a caballo… Yo no quiero hábitos viles.

—No tire usted el hábito —le dije yo—. No haga usted barbaridades. Algún sereno, el que ha hablado con usted, puede verlo.

—Es que con este hábito me parece que me voy sintiendo fraile. ¡Muera el oscurantismo! ¡Salud y República, señor barón! No, barón, no…, no hay barones. Ciudadano, nada más… Todos somos ciudadanos…

—Sí, hombre, sí. Tiene usted razón. Vamos adelante.

Avanzamos unos doscientos pasos más y vimos la ventana de una guardilla que resplandecía.

—¿Qué habrá ahí? —exclamó Aviraneta, interrumpiendo su monólogo.

—Deje usted. ¿Qué importa lo que haya? Aviraneta se acercó a la guardilla y me llamó con la mano.

Dentro de un cuartucho se veía un cadáver en una caja de madera, en el suelo, rodeado de cuatro velas.

—Voy a entrar a ponerle el hábito del padre Madruga…; ¡ja… ja!, ¡qué idea!

—No sea usted bárbaro.

—¿Por qué no? Creerán que es un milagro.

—No fastidie usted, Aviraneta. Está usted borracho. Obedézcame usted. Nos va la vida.

Aviraneta se ofendió de que le llamara borracho, y dijo que aunque él era un ciudadano y no un aristócrata, no se emborrachaba.

Seguimos avanzando y llegamos a la guardilla de la casa donde yo vivía. Entramos en ella de cabeza, bajamos las escaleras, abrimos la puerta y pasamos al cuarto. Conchita me esperaba impaciente. Conté yo lo ocurrido y hablamos.

Era indudable que íbamos a ser perseguidos.

Freire y Magaz, en seguida que se viesen libres, darían nuestras señas a la policía y se nos buscaría con ahinco.

Como Aviraneta no se enteraba de lo que se hablaba, le preparé una cama en el suelo, y no hizo más que tenderse y quedar dormido.