VII

LA VENGANZA

QUEDÓ todo a oscuras; en aquel momento yo no supe lo que pasó; luego me dijo Aviraneta que él y el Majo habían sujetado con dos cuerdas a Magaz y a Freire, atándolos en un momento, con la ayuda de María.

Después de un ruido ahogado de voces y patadas, en que se oyó cerrar una puerta, Aviraneta, con voz tranquila, dijo:

—A ver si pueden ustedes encender una vela.

—¿Pero qué ha pasado? —murmuró el fraile, temblando.

—Nada; no ha pasado nada. Que yo he bebido demasiado de este aguardiente y no me sostienen bien las piernas y he caído sobre la mesa.

—¿Y Magaz y Freire?

—Se han escapado; tropezando con todo el mundo. Yo no sé lo que han creído.

—Yo también me voy.

—Espere usted que encendamos una luz; no vamos a poder bajar las escaleras si no.

—No; me voy ahora mismo, sin luz.

—Usted quédese en el portal —me dijo Aviraneta.

Aviraneta trajo una linterna, y con una pajuela la encendimos. El Majo, el chispero, fue acompañando al fraile por las escaleras. María llevaba la linterna. La soñolencia y la torpeza del padre iban en aumento; tropezaba en los escalones; se tenía que agarrar al barandado suspirando. Al llegar cerca del portal, Aviraneta indicó al chispero que llevara al fraile hacia el patio. El Majo y el fraile avanzaron, y acercándose a los dos, embozado, gritó Aviraneta:

—¡Alto! El santo y seña.

—Carlos, Adhesión y Fe —murmuró el fraile.

Al mismo tiempo, con el esfuerzo de recordar, el fraile se serenó un momento; oyó voces fuera hacia la calle, comprendió dónde estaba, y se abalanzó al portal.

Lo detuve yo y forcejeamos. Estábamos luchando, cuando a la luz de la linterna apareció Aviraneta, de pronto, con un antifaz negro en la cara y un puñal en la mano derecha.

—Si das un grito, eres muerto —dijo con voz sorda.

Detrás de él apareció el chispero, también enmascarado.

El fraile lanzó un chillido agudo, tropezó, y temblando, se apoyó en la pared.

—Quitadle el hábito —dijo Aviraneta.

Se lo quitamos.

—Ahora, atadlo.

Entre el Majo y yo le atamos y lo dejamos tendido. Aviraneta tenía una mordaza en la mano y se la puso al fraile.

—Vámonos —dijo Aviraneta.

—Ahora, mi venganza —exclamó María; y arrodillándose junto al fraile exclamó varias veces:

—Soy Visconti. Me conoces, ¿verdad? Me conoces. Ahora vas a morir.

Nosotros, los tres hombres, contemplábamos espantados aquella escena. De pronto María sacó del pecho un estilete delgado, como una aguja de hacer media, que brilló a la luz del farol como un relámpago, y lo clavó en el pecho del fraile. Luego, con sus dos manos pequeñas, hundió el arma en el cuerpo hasta que no se vio más que la empuñadura. Se oyó un estertor confuso, y luego, poco después, ruido en la calle.

—Vamos, vamos —dije yo—. Nos van a perseguir.

María no quería moverse. El chispero la cogió en brazos, la levantó en el aire y salió con ella detrás de nosotros.

Cruzamos un pasillo, atravesamos un patio y salimos a un portal frente a la plaza del Biombo.

Aviraneta se puso el hábito del fraile y dio a María su capa.

—Nos reuniremos en el portal de mi casa, en la Plaza Mayor —dijo Aviraneta a María y a mí—. Ahora cada cual por su lado. Ya saben ustedes el santo y seña: Carlos, Adhesión y Fe.