VI

LA COARTADA DEL FRAILE

CORPAS seguía dando avisos constantemente a Aviraneta, llamándole a su casa para hablarle. Le había hecho entenderse para las intrigas políticas con Freire y con el fraile que había acompañado en la reunión al dominico navarro, fraile a quien llamaban el padre Madruga.

Aviraneta me dijo que había cedido su guardilla de la calle del Viento a la Sociedad de la Santa Fe, Así como esta tenía su reunión aristocrática en el palacio donde habíamos estado una noche, y que no sabíamos cuál era, tendría su reunión plebeya en la guardilla de la calle del Viento, capitaneada por el padre Madruga.

—Usted tiene el amor del peligro —le dije a Aviraneta.

—¿Por qué?

—¿A qué llevar a esos hombres a un sitio donde hemos estado nosotros? Ha podido quedar algún rastro, un papel…

—No, no hay nada. Les he llevado allí porque conozco las salidas y entradas de la casa, y en una pared falsa tengo un armario con un arsenal, armas, cuerdas, etc… Además, en esta Sociedad naciente he metido dos o tres amigos de confianza, gente del pueblo.

—¿Quiénes son?

—No los conoce usted. Son compañeros de la infancia; a uno le dicen el Majo de Maravillas, y es de estos trabajadores en hierro que en Madrid llaman chisperos; al otro, Sabino el Gordo, y al otro, el Garroso. La que está dentro de la Sociedad y entusiasmada, al parecer, es María.

—¿Pero qué podemos sacar de esa Sociedad? ¿Para qué mezclarnos con ellos?

—¿Y si ellos se encargaran de despachar a Fernando para traer a Carlos?

—¡Oh! Es imposible.

—Todo es posible. Ahora, barón —añadió Aviraneta—, convendría que desapareciera usted una semana. Múdese usted de casa y llévese usted a Conchita y a María, si ella quiere, y por unos días no salga usted.

—¿Y cómo nos vamos a entender?

—Yo le avisaré a usted todos los días lo que hago. Si pudiera usted encontrar una casa de huéspedes hacia la Plaza Mayor sería conveniente.

—Bueno.

María y Conchita, por indicación mía, encontraron una casa de huéspedes, bastante regular, en la Plaza Mayor, cerca del arco que sale por una callejuela que creo que se llama de Gerona y comunica con la plazuela de Santa Cruz. Estaba la casa alquilada frente por frente de la de Aviraneta.

Yo fui a la casa en un coche y fingí que estaba malo de unos dolores que no me permitían andar. La patrona, que se interesó mucho por mi salud, me indicó una porción de emplastos que debía ponerme, y no tuve más remedio que hacerlo.

A pesar de que Arquez tenía la consigna de Aviraneta de estar oculto, se presentó en casa, llevado por su gran entusiasmo por María, y me hizo salir dos o tres veces con él a tomar café en la Fontana de Oro.

Una noche, al volver del café, un hombre del pueblo me dio un papel. Lo guardé en el bolsillo, esperé a que no me siguiera nadie y lo leí. Decía lo siguiente:

«Vaya usted a la calle del Viento esta noche, de nueve a doce. Lo necesito a usted. La contraseña es: Marzo, Fernando y Religión.-X.»

Me chocó aquella carta y consulté a María y a Conchita qué debíamos hacer. La letra no era de Eugenio, no tenía duda; pero tampoco tenía duda de que Aviraneta no había dado señales de vida aquella tarde. ¿Nos prepararían una encerrona?

Aunque así fuera, yo no podía dejar solo a Aviraneta, y me dispuse a marchar. Tomé mi capa, e iba a salir cuando María me dijo que tenía que acompañarme. —¿Para qué? —le pregunté yo.

—Estará el padre Madruga —dijo—. Tengo que ir.

—¿Tanto entusiasmo tiene usted por él? —le pregunté riendo, aunque no sentía ninguna gana de reír.

—Mucho.

—Bueno, vamos.

Ella se vistió de hombre, yo me embocé en la capa y fuimos juntos.

Hacía una noche de marzo fría y negra. El aire silbaba en las encrucijadas y hacía oscilar los faroles en sus cuerdas. Atravesarnos la Plaza Mayor; luego, la calle de este nombre, y entramos en la del Viento.

Empujamos la puerta, entramos en el zaguán, subimos los noventa y tantos escalones que había hasta la guardilla. María miró por el ojo de la cerradura y no entró. Se quedó en la escalera. Yo llamé con los nudillos.

—¿Quién es? —dijeron de adentro.

—Yo.

—¿Qué santo y seña?

—Marzo, Fernando y Religión.

—Pase usted.

Entré, y al ver a Aviraneta noté que estaba alarmado.

—Siéntese usted, amigo —me dijo el padre Madruga.

Me senté. Había catorce o quince personas en el cuartucho, alumbrado por un velón. Al lado del padre Madruga estaban Freire, un tal Magaz, hombre pequeñito y rubio, y un gigantón apodado Juan y Medio.

El padre Madruga estaba contento y se sentía hablador y dicharachero.

El padre Madruga era de lo más antipático y repulsivo que puede haber en la clase de frailes. Era pequeño, negro, de movimientos rápidos y violentos. Tenía los ojos brillantes de un animal selvático, el afeitado de la barba muy azul, la boca saliente, con morro, y los dientes amarillos. Hablaba con acento aragonés o riojano; salpicaba de latinajos la conversación y era amigo de emplear palabras soeces. Tenía una risa de fraile grosera, plebeya y cínica.

Por dentro era bajo, adulador, cobarde, enemigo furioso de toda novedad y de todo lo extranjero.

Aviraneta oía lo que decía el fraile con aparente tranquilidad. Yo comprendía que estaba alarmado y que su alarma había aumentado al verme a mí.

—¿No me habrá citado él? —pensé.

Aquella gente tramaba algo contra nosotros; ¿pero qué podía ser?

No debían querer impedirnos la salida, porque Aviraneta dijo: «Yo me voy»; y el padre Madruga y los demás se quedaron tranquilos.— Antes voy a beber un poco de agua— repuso luego Eugenio.

Por lo que supe después, Aviraneta habló en este momento con uno de sus amigos, el Majo de Maravillas, y este le explicó lo que ocurría.

—El padre Madruga —parece que le dijo— nos ha indicado que hay dos masones peligrosos en la Sociedad. Un francés de Bayona se lo ha contado. Este francés le conoce a uno; al otro, no.

—¿Cómo se llama el francés? —le preguntó Aviraneta.

—Paulino.

Aviraneta comprendió que era Paulino Couzier.

—Este francés —siguió diciendo el Majo, el chispero— va a venir aquí con la policía a las doce, y la Ronda estará hasta esa hora en la calle y registrará a todos los que salgan de aquí, menos a los que sepan el santo y seña.

—Pero el santo y seña lo sabemos todos: «Marzo, Fernando y Religión».

—No, no; lo han cambiado. Desde las diez de la noche es distinto.

—¿Y no lo sabes tú?

—No; por ahora, no.

—No querrán decírtelo. Sospecharán.

—Es posible.

—Espérame un momento —le dijo Aviraneta. Y, acercándose a su armario secreto, sacó varias botellas y las puso sobre el fogón de la cocina.

—¿Qué es esto? —preguntó el Majo.

—Dentro de un cuarto de hora lleva estas botellas al cuarto donde estamos; di que las has encontrado, y tú no bebas el vino, y ponte cerca de mi amigo, y que no beba tampoco él. Efectivamente, así se hizo. Minutos después el Majo salió, y entró de pronto con las botellas en la mano.

—¿Quién ha traído esas botellas? —dijo.

Nadie sabía quién las había traído. Muchos pensaron que era un regalo del padre Madruga; quizá este y Freire creyeron que las había enviado Corpas.

Aviraneta seguía haciéndose el indiferente. Se abrieron las botellas; dos eran de vino oscuro, y dos de aguardiente. Se trajeron unos vasos.

—¿Es vino de Málaga? ¡Venga! —dije yo, pensando cobrar ánimos.

Iba a beber, cuando sentí que el Majo me pisaba el pie. Volví a levantar el vaso, y volvió la presión del pie. Entonces, disimuladamente, vertí el vino en el suelo.

Aviraneta y el Majo enjuagaron sus copas y bebieron aguardiente.

El fraile bebió un vaso de vino y luego murmuró:

—Está bueno, pero tiene un gusto raro. Parece vino de botica.

—¡Pues el aguardiente está bueno! —exclamó el Majo.

—¡Ya lo creo! —dijo Juan y Medio, el gigantón—. Y el vino también.

Yo no sabía qué pasaba. Tan pronto me parecía que estaba presenciando algo horrible; que Aviraneta envenenaba a todos los comensales, como que no ocurría nada.

La influencia del vino y el aguardiente hizo la conversación más animada.

A eso de las once, la mayoría de los reunidos acordaron marcharse.

—¡Bueno, vámonos! —me dijo Aviraneta.

Pensé en si Eugenio no se habría dado cuenta del peligro de la calle e intenté hablarle. No pude allí dentro. Salimos un grupo bastante grande del cuartucho y comenzamos a bajar la escalera. Al llegar al portal, Aviraneta dijo:

—Caramba! Se me ha olvidado una cosa. Voy a hablarle al padre Madruga.

El grupo entero que había bajado con nosotros salió a la calle. Aviraneta cerró la puerta.

—Volvamos arriba —me dijo—. Si nos preguntan por qué volvemos, decimos claramente que hay policía en la calle. Ahora ellos son cuatro; nosotros, tres.

—Ustedes serán también cuatro —dijo de pronto la voz de María Visconti.

—¿Está aquí María? —exclamó Aviraneta.

—Sí —dijo ella.

—¡Yo pensé que se había usted marchado! —exclamé.

—No; ahí arriba hay un hombre cuya vida me pertenece.

—¿Quién es? —dijimos Aviraneta y yo.

—El padre Madruga.

—¿Qué le ha hecho a usted?

—Que él fue el que denunció a mi hermano, el que le llevó al calabozo y declaró contra él. La muerte de mi hermano pide venganza.

—Calle usted —dijo Aviraneta—. ¿Quiere usted entrar con nosotros?

—Sí.

Efectivamente, entramos los tres en la guardilla.

Estaban Freire, Magaz, el padre Madruga y Juan y Medio en la ventana; el Majo, el chispero, seguía sentado a la mesa y bebiendo a sorbos aguardiente.

—¿Qué, vuelven ustedes? —preguntó el fraile.

—Sí, hay gente sospechosa en la calle —contestó Aviraneta, riendo.

El fraile se mordió los labios.

—Sí, allí se les ve —añadí yo, asomándome a la ventana.

—Pero ustedes saben el santo y seña, no les pasará nada —dijo el fraile.

—Sí, pero no me fío.

—No nos fiamos.

Aviraneta, rápidamente, cerró la ventana y las maderas.

—¿Para qué cierra usted? —dijo el fraile.

—Para que no vean la luz.

Aviraneta se sentó a la mesa e invitó a Juan y Medio a beber una copa de aguardiente.

—No, no; yo prefiero el vino.

Aviraneta bebió la copa de aguardiente y Juan y Medio un vaso de vino. De pronto, el hombre alto dijo qué no estaba acostumbrado a trasnochar y que tenía sueño, y se levantó y se marchó. Quedamos siete en el cuarto: Freire, Magaz, el padre Madruga, María, el Majo, Aviraneta y yo. Freire se iba poniendo pálido de miedo; Magaz estaba intranquilo, nervioso, pronto a saltar; el fraile, con las mejillas rojas, comenzaba a desvariar.

Miraba a María con asombro. La italiana tenía las pupilas dilatadas por la emoción, y en sus ojos había una inquietud y una negrura brillante que daba miedo.

Aviraneta bebía y se turbaba. Me chocó esto; Aviraneta tenía bastante prudencia y la cabeza bastante fuerte para no emborracharse, y, sin embargo, se dejaba ir, considerando quizá que un estado de semiembriaguez le serviría para fingir indiferencia y tranquilidad y no le estorbaría para obrar.

—Ustedes han comprendido lo que pasa —dijo el padre Madruga, creyendo que ya no podía disimular nada—. En esta Sociedad comenzaba a haber gente sospechosa, y nos hemos entendido con la policía para que vaya identificando a las personas que salgan de aquí. Esto a ustedes no les perjudica.

—¡Ah, claro! —dije yo.

—¿Y lo sabe Corpas? —preguntó Aviraneta.

—Sí. Yo no tengo desconfianza en ustedes —siguió diciendo el fraile—, porque no creo que ustedes sean masones, sino realistas y buenos cristianos.

—Eso por descontado —replicó Aviraneta, riendo—. Excelentes cristianos, aunque un poco borrachos; yo, al menos, por mi parte.

Hubo un largo momento de silencio.

—¿Qué hora es? —preguntó el fraile.

—Las once y cuarto —contesté yo.

—Este sueño… intempestivo…, me choca… Si me dieran un poco de agua…

—Ahí está la botella —dijo Aviraneta, señalando una colocada sobre un vasar. El fraile llenó un vaso de agua y comenzó a beberlo.

—¡Es extraño! —dijo—; le encuentro el mismo gusto que al vino.

—Estará vieja —saltó Aviraneta.

—Sí, esa agua está muy turbia —repuso Freire.

—Sí, está turbia —añadió Magaz—. No beba usted, padre; ¡quién sabe lo que puede haber ahí!

—Vámonos, vámonos; esto es lo mejor.

—Sí, vámonos —dijeron los tres, levantándose.

—Este velón parece que se nos apaga —murmuró Aviraneta, levantándolo en el aire.

—No, no alumbra bien —replicó Magaz.

—Usted cree… —y Aviraneta lo levantó hasta la altura de los ojos y lo dejó caer al suelo.