V

LOS TRIANGULOS 12 Y 13

SUSTITUÍMOS nuestro buzón de la calle de Capellanes por un despacho de memorialista de la Corredera Baja y comenzamos de nuevo las comunicaciones.

Algunos de los afiliados se manifestaban impacientes, como si la cosa fuera sencilla y sin complicaciones.

En verdad, teníamos la gente preparada. Los generales Lacy, O’Donnell, O’Donojú y los oficiales Richart, Manzanares, Bazán y otros muchos estaban dispuestos a echarse al campo cuando llegara el momento oportuno. Necesitaban, naturalmente, hombres y medio económicos.

En esto, los triángulos 12 y 13 nos mandaron una comunicación sospechosa. En ella decían que tres sargentos estaban dispuestos a entrar en Palacio y a matar al rey a sablazos en su trono. Añadian que tenían que vernos para comunicarnos detalles.

Discutimos la cuestión Aviraneta, María, Conchita, Arquez y yo, y quedamos de acuerdo en que se trataba de un lazo de algún traidor o traidores que esperaban denunciarnos.

Se dio aviso a todos los triángulos, menos al 12 y al 13, de que quemaran papeles, si los guardaban, y esperaran nueva plantilla.

Aviraneta, que estaba muy preocupado, nos dijo a Arquez y a mí que había pensado una combinación para descubrir a los triángulos 12 y 13 y ver si estaban en relación con la policía. Nos explicó el proyecto, que me pareció bastante complicado.

Había preparado la celada de este modo. Iba a citar a los triángulos 12 y 13, y al mismo tiempo a la policía, en un punto, de noche y a la misma hora, a ver si se entendían y hablaban los conspiradores y los de la Ronda.

Si no se conocían, y la gente de los triángulos iba, por tanto, de buena fe, no les podía pasar nada; si se entendían, era que estaban en relación con la Ronda.

Pero ¿cómo íbamos a saber nosotros si hablaban y se entendían?

Esto era lo que había maquinado Aviraneta. La casa de su madre, de la calle del Estudio de la Villa, comunicaba con el convento de las monjas del Sacramento por un balcón corrido. El balcón corrido caía sobre el huerto monjil, y este tenía una puertecilla con una reja que daba a la plaza de la Cruz Verde.

Aquí citaría Aviraneta a los conspiradores sospechosos de traición y a la policía, mientras nosotros les observábamos por la reja.

Aviraneta fue por la mañana a ver a su hermana a la iglesia del Sacramento y le pidió la llave de la casa. Le dijo que andaba perseguido, que quería buscar unos papeles y que necesitaba que no se enterase nadie. Su hermana le entregó la llave y Aviraneta se decidió a dar el aviso a los sargentos sospechosos.

Les escribimos, disimulando la letra y con la plantilla.

El aviso decía así:

A los T*** 12 y 13.

Esta noche los T*** 1 y 3.° os esperan, a la una, en la plaza de la Cruz Verde.

Oteroba.

Después redactamos esta carta:

Al superintendente de Policía.

Esta noche, a la una, se reúnen varios conspiradores en la plaza de la Cruz Verde. No hay que vigilar antes, pues se darán cuenta. Caed sobre ellos a la una en punto.

Un amigo del orden.

Aviraneta me invitó a mí, pero Arquez quiso también acompañarnos. Nos citamos a las seis en el Pretil de los Consejos. Estaba lloviendo. Bajamos la escalerilla del Pretil y entramos en el portal de casa de Aviraneta. Este nos llevó de puntillas a su cuarto y nos tuvo allí hasta la noche. Tenía preparado algo de comer, y para la excursión, una linterna sorda y una cuerda.

Dieron las doce en el reloj de Santa María de la Almudena y en San Justo, y los tres, Arquez, Aviraneta y yo, cruzamos la casa, abrimos una puerta vidriera y aparecimos en el balcón corrido que daba al huerto de las monjas.

La noche estaba oscura. Seguía lloviendo. Aviraneta iba a atar la cuerda al barandado del balcón.

—Llueve mucho —dijo.

—Sí. ¿Eso qué importa? —preguntó Arquez.

—Importa. Si la tierra está húmeda y bajamos directamente vamos a dejar huellas. Las monjas se alarmarán y darán parte a la policía. Se comprenderá que si han pasado hombres por la huerta, esos hombres han venido de aquí; registrarán mi casa, encontrarán huellas y quedaremos descubiertos.

—¿Qué hacemos entonces? —pregunté yo.

—A ver qué se le ocurre a ustedes —dijo Aviraneta.

A mí no se me ocurrió nada.

Después de un rato Eugenio indicó:

—Se pueden hacer dos cosas: una, que vaya yo por el tejado y baje por la cañería al huerto y observe yo solo lo que pasa; otra, que vaya por el tejado y lleve esta cuerda. Se ata antes al balcón y luego yo veré de sujetarla a aquel árbol del huerto. Ustedes tendrán que bajar colgados de la cuerda.

—Esto es fácil —dije yo.

—La vuelta para ustedes será más difícil —repuso Aviraneta.

—No, tampoco. Lo difícil es lo de usted. Se puede usted matar bajando por la cañería.

—No; he bajado algunas veces de chico.

—¿Y subir, cómo va usted a subir después? ¿Otra vez por la cañería? No puede ser.

—No; verá usted, vamos a hacer otra cosa; esta soga es larga. Yo bajaré al ángulo del huerto, rodearé una rama fuerte de ese árbol con la cuerda y echaré el otro extremo al balcón. Si ponemos cuerda doble, yo vendré también por la soga y la retiraremos desde aquí. ¿No le parece a usted?

—Sí; eso, sí.

Atamos un extremo de la cuerda al balcón, que era fuerte, y Aviraneta desapareció. Al poco rato asomó la cabeza por encima del alero y dijo:

—¡Bueno, venga la cuerda!

Se la echamos, y notamos que se la llevaba. Como la noche estaba tan oscura no se le veía. Oímos un ruido de algo que se rompe.

—Ese hombre se va a matar —pensé yo.

No siguió el ruido, y a los pocos minutos un extremo de la soga dio un latigazo en el balcón.

—¿Está usted ya? —preguntamos Arquez y yo.

—Sí.

—Habernos avisado. ¿Se ha hecho usted daño?

—Nada, Allá va eso.

La cuerda pasó de nuevo por encima de nuestras cabezas y la cogimos al aire.

Atamos este otro extremo en el balcón y Arquez y yo saltamos fuera del barandado y pasamos. Yo llevaba colgada al cuello la linterna, encendida y herméticamente cerrada. Llegamos fácilmente al árbol, bajamos por el tronco y avanzamos por el claustro, alumbrados por un hilo de luz de la linterna, hasta la puerta que daba a la plaza de la Cruz Verde. Quedamos allí, mirando por las rendijas, esperando.

A la una menos minutos apareció la gente de los dos triángulos sospechosos. Venían embozados y no pudimos conocer quiénes eran. Poco después se presentaron los de la Ronda y se echaron sobre ellos.

La sorpresa de unos y otros fue grande. Vimos claramente que se entendían y estaban de acuerdo.

No había que saber más y nos preparamos a volver al balcón. Los tres, uno tras otro, haciendo ejercicios gimnásticos, subimos al árbol, y, avanzando por la cuerda, llegamos a la galería; retiramos la cuerda, cerramos el balcón y nos encerramos en el cuarto de Aviraneta. Tenía este las manos llenas de sangre. Hice yo que se las lavara y le puse un poco de tafetán en las desolladuras. A la mañana siguiente, antes de que amaneciera, salimos Arquez, Aviraneta y yo de la casa. En seguida se mandó este aviso a los conocidos y a los no desconocidos:

Los triángulos 12 y 13 son traidores.