IV

LA SOCIEDAD DE LA SANTA FE

VAMOS a fundar —le dijo Corpas a Aviraneta— una Sociedad de hombres honrados para defender la religión, que se ve atacada por todas partes. Usted y Freire acudirán a la reunión y se les pondrá una mesa con recado de escribir. Escribirán lo que oigan, pasarán por alto las reflexiones políticas y religiosas y recogerán todo cuanto se diga con relación al funcionamiento y al régimen de la Sociedad.

—Muy bien —dijo Aviraneta.

—Cuando termine la reunión, yo quisiera que tuvieran hechas dos actas, para que pudiesen firmarlas todos.

—Bueno. Yo creo que podré hacer ese resumen. No sé si Freire…

—La verdad es que Freire es muy torpe. ¿Usted no tendrá algún amigo?

—Sí, tengo un amigo en expectación de destino…

—¿Inteligente?

—Sí, muy inteligente.

—Pues tráigalo usted. Espérenme ustedes los dos, mañana, a la noche, delante de mi casa, a las nueve.

Me habló Aviraneta de lo que teníamos que hacer. No comprendía yo para qué nos metíamos así en la boca del lobo; pero esta era una de las grandes voluptuosidades de Eugenio.

Al día siguiente, a las siete, se presentó Aviraneta en casa. Llevaba una levita larga, anteojos, un aire humilde y clerical. Iba un poco encorvado. Parecía un hombre de cuarenta a cincuenta años. Me quedé asombrado.

—Este es el aspecto que llevo siempre a casa de Corpas —dijo él—. Me cuesta trabajo tomar esta actitud. Como ve usted, hasta me pinto algunas canas en las sienes.

Realmente, era una caracterización perfecta. El no verle la mirada, le cambiaba en absoluto.

Cenamos los dos y salimos con el embozo hasta los ojos a la calle. Llegamos a la plaza de Afligidos, frente a la casa de Corpas, y nos paramos. Al poco rato se acercó un coche, bajó el cochero y nos dijo:

—¿Esperan ustedes de parte del señor Corpas?

—Sí, señor.

—Pues suban ustedes.

Subimos; el cochero cerró la ventanilla y comenzamos a marchar. Como estaba oscuro, no nos fijamos en que no entraba luz por los cristales. Al dar una vuelta, Aviraneta murmuró:

—¿Por dónde iremos?

Se asomó, pero no se veía nada; bajó el cristal y vio que, cerrando la ventanilla, había una chapa de hierro.

—¿Qué pasa? —le pregunté yo.

—Que vamos presos —me dijo.

Yo me estremecí. Instintivamente buscamos el pestillo de la portezuela; pero no lo tenía por dentro.

—¿Qué hacemos? —murmuré yo.

—Tengamos calma.

El coche, por la dirección que llevaba, debía de ir hacia Palacio; dimos luego una serie de vueltas, que nos desorientaron, y debimos salir a alguna ronda. El coche iba dando tumbos; en uno de estos me apoyé, sin querer, sobre el pecho de Aviraneta y noté la línea rígida de un puñal.

Pasada la ronda, cruzamos por una calle o plazoleta empedrada; entramos en un zaguán y se abrió la portezuela.

—Síganme ustedes —dijo un señor con aspecto de criado o mayordomo.

Subimos una escalera de servicio y pasamos a un gran salón antiguo; el techo con artesonados; magníficos cuadros y muebles.

—Aquí van ustedes a tener frío —nos dijo el mayordomo.

—Sí, es muy probable.

El mayordomo trajo un brasero repujado en una tarima pequeña, llena de adornos de cobre; lo puso debajo de la mesa y colocó en una carpeta papel y recado de escribir.

Aviraneta y yo nos mirábamos de reojo.

El primero que llegó a la reunión de todos los invitados fue Corpas, con un señor que debía de ser el amo de la casa. Corpas advirtió a Aviraneta que, después de que hablasen los demás, él hablaría con el único objeto de alargar la sesión, para dar tiempo a que nosotros redactáramos las actas.

Yo le miraba a Eugenio; y si no hubiera sido porque en todos aquellos preparativos se sentía algo siniestro, me hubiesen dado ganas de reír. Eugenio talló las plumas con gran cuidado, probó la tinta; estuvo admirablemente en su papel.

En esto se presentó un fraile hético, de cara de estupor, los ojos apagados, la nariz roja, el labio superior un arco de círculo que mostraba con una mueca desdeñosa los dientes amarillos; la tez, de color verdinegro; y el tipo, de hombre peligroso y fanático. Era un producto de seminario o de convento digno de un museo de curiosidades monstruosas. Luego llegó un señor sonriente, y después, juntos, un hombre moreno, de aire avinagrado, y otro grueso, de patillas rojas y largas y cara rubicunda.

Fue llegando más gente, entre ellos un jesuita joven, con acento italiano, de ojos azules, de tez sonrosada y sonrisa falsa. Por lo que me dijo Aviraneta en voz baja, era el hombre de confianza del padre Cirilo de la Alameda, de este intrigante ambicioso, cortesano y bajo, que va apoyándose tan pronto en María Cristina como en Don Carlos, que ha llegado a arzobispo de Cuba y que llegará a Papa si le dejan.

Estaban también en la sala, según me dijo Eugenio, el decano de la Inquisición, don Luis Cubero; el fiscal Zorrilla y el inquisidor general, don Pablo Mier.

Antes de que comenzara la sesión entraron un fraile dominico, navarro, grande, abultado, con aire de elefante, acompañado de un frailuco joven e inquieto, de ojos vivos. El frailuco se llamaba el padre Madruga.

Comenzó la reunión diciendo Corpas cuál era el objeto de la Santa Fe, y todos los reunidos dieron su parecer.

La idea general era que había que atacar con mano firme la masonería y la irreligión y poner espías en su campo; algunos indicaron vagamente la opinión de que Fernando estaba vendido a los masones.

—Sí, no ha habido severidad bastante —dijo el dominico navarro; no se ha castigado como se debía a ningún hereje.

—Y el restablecimiento de la Inquisición ha sido una farsa —repuso don Pablo Mier, el inquisidor general—. No se procesa a nadie.

—Hay una lenidad verdaderamente abominable —dijo el fiscal Zorrilla.

—En el Consejo de la Suprema estamos mano sobre mano —añadió el inquisidor general.

El Consejo de la Suprema, que era un centro de consulta de la Inquisición, por lo que me dijo Aviraneta, estaba instalado en la calle de Torija, en una casa de ladrillo, grande, próxima al que luego ha sido palacio de María Cristina.

—Lo mismo que traer a la Compañía de Jesús —saltó el jesuitilla joven—. ¿Para qué llamarla si no se la dan atribuciones? ¿Para qué hacerla venir si se la aparta sistemáticamente de la dirección de la juventud?

Por una hábil maniobra de Corpas, dejando las ideas generales, se comenzó a hablar del funcionamiento de la Sociedad la Santa Fe, del dinero que se podía reunir, de las obligaciones de los socios, etcétera.

Aviraneta y yo comenzamos a tomar notas y estuvimos escribiendo unos veinte minutos. Al cabo de estos nos miró Corpas, como indicando: «Hemos acabado», y mientras él, como había dicho, comenzó a hablar, nosotros nos pusimos a redactar el acta.

Corpas habló con mucho fuego y se manifestó muy entristecido de la política del rey, entregado a gente incapaz, como el nuncio Gravina, terco, negado y cruel; al canónigo Ostolaza; el duque del Infantado, que era un imbécil; al arcediano Escoiquiz…, hombres que no tenían ni la inteligencia ni el entusiasmo necesario para defender el altar y el trono en peligro.

Luego se ocupó de la camarilla de Fernando, formada por mozos viciosos, como el duque de Alagón y Ramírez de Arellano; traidores advenedizos, como Lozano de Torres, y gente de tan baja extracción, como Chamorro, como Ugarte y como el clérigo Melo.

Cuando concluyó Corpas, Aviraneta y yo teniamos copiada el acta.

Después habló de nuevo el dominico navarro, y mientras tanto, Corpas se puso los quevedos, repasó las actas, borró dos o tres palabras y luego firmó por duplicado. Los demás leyeron y firmaron uno tras otro. La Santa Fe había nacido.

Comenzaron a marcharse todos. Corpas nos dictó una lista de personas que podían figurar en la Sociedad. Aviraneta y yo tuvimos que aparecer en la lista de aquellos primeros feotas: Aviraneta con el nombre de Alzate; yo, con el de Arizaga.

Al cabo de algún tiempo Corpas nos dijo:

—Ahora iremos los tres hasta mi casa.

Entramos en el mismo coche cerrado en donde habíamos ido y paramos en la plaza de Afligidos.

Ni Aviraneta ni yo pudimos darnos cuenta exacta de dónde habíamos estado aquella noche.