PRIMEROS PASOS
UNA tarde de febrero, al anochecer, fui al café de Lorencini a ver si encontraba a Aviraneta. Lo vi; estaba el café desierto, y hablamos. María, Conchita y yo habíamos ido a una fonda de la calle de Preciados.
Aviraneta me dijo que acababa de alquilar un cuarto en una casa de huéspedes de la Plaza Mayor, en el ángulo de la escalerilla que baja a la calle de Cuchilleros.
Aviraneta dijo en la casa que era administrador de un ricachón de Soria, y que le era indispensable estar con frecuencia en el campo.
Añadió con sorna que había llevado a la patrona, de regalo, un queso comprado en la calle, y la buena señora quedó convencida de que era muchísimo mejor que los que se vendían en Madrid.
—¡Ay, don Ignacio! —parece que le solía decir—. ¡Qué queso nos ha traído usted!
Charlamos un rato y le pregunté a Eugenio:
—¿Cuándo nos veremos?
—Mañana iré por su casa de usted.
—¿Por la mañana?
—Sí; a las nueve.
Nos despedimos, y al día siguiente me había levantado y estaba esperándole, cuando la criada de la casa, una gallega cerril, entró y me dijo:
—Señorito.
—¿Qué hay?
—Que está aquí el barberu.
Yo no le había llamado al barbero, y me sorprendió. Iba a decirle que se fuera, cuando le veo entrar a Aviraneta, con una toalla bajo el brazo izquierdo, haciendo genuflexiones. Me dio una risa verdaderamente inextinguible. Aviraneta apenas había cambiado de traje, y, sin embargo, en aquel momento tenía un aire de barbero completo.
—Joven —dijo, recalcando las palabras como un madrileño y dirigiéndose a la criada gallega—, ¿quiere usted traer agua caliente?
La gallega trajo una jarra, y Aviraneta, cambiando de expresión, me dijo:
—Bueno, vamos a sacar los nombres de nuestra gente.
Busqué yo los tres libros: el de misa, el de poesías y la Guía de Forasteros, e hicimos la lista. Aviraneta traía una plantilla hecha en una hoja de papel, y se mandó esta plantilla a unas veinte personas de las que nos habían indicado Renovales, Olavarría y los demás.
Con la plantilla iba una carta que decía:
«¿Quiere usted entrar en nuestra Sociedad? Se le invita de parte de Renovales. Si acepta usted, mande usted su aceptación y debajo su número». Cada persona tendría un número. Como no convenía que todos contestaran a un mismo punto, pues podrían asombrarse en Correos de una correspondencia tan grande para uno solo, se indicó que unos enviaran sus contestaciones a un joyero, Cobianchi, paisano y recomendado de María Visconti, y otros al mayordomo del conde de Tilly.
Las primeras maniobras nuestras tuvieron gran éxito.
Había descontento entre los militares; el Gobierno tiraba contra todos los que tuvieron ideas liberales; los héroes de la Independencia estaban vejados.
Acababan de prender al general Villacampa, de enviarlo al castillo de Montjuïch y de encerrarlo en un horrible calabozo.
El crimen que reprochaban a Villacampa era haber asistido a una comida que se dio en el café de Lorencini, de la Puerta del Sol, en compañía de algunos liberales; el haberse opuesto al final de la guerra a que la Regencia fuese sustituida por la infanta doña Carlota Joaquina, y el afirmar que derramaría su sangre por conservar la Constitución.
Entre las personas primeras a quien se solicitó, y que contestaron adhiriéndose, había héroes y traidores; estaban don Luis de Lacy, el fusilado en Bellver; don Enrique O’Donnell, conde de La Bisbal, el que fue a saludar a Fernando VII con dos cartas en el bolsillo, una muy liberal y otra muy realista, para leer una u otra, según el viento que soplara; el general de artillería don Manuel de Velasco, héroe del sitio de Zaragoza, que después de la segunda época constitucional, perseguido por los absolutistas, murió en 1824, en Cádiz, y fue enterrado por caridad como mendigo y con nombre supuesto; el general O’Donojú, que traicionó a España en Méjico en unión de Iturbide; los oficiales Infante, Núñez de Arenas, Hezeta, Herrera, Dávila…
Estaban también Vicente Ramón Richart, que fue ahorcado y decapitado en Madrid; Salvador Manzanares, muerto en Ronda años después; los Bazán, que fueron fusilados uno en Alicante y otro en Orihuela; Bartolomé Amor, el que dio la carga en 1823 en la Puerta de Alcalá contra los realistas de Bessières; Francisco Valdés, que ya en Irún había querido sublevarse cuando Fernando abolió la Constitución; Juan Antonio Yandiola, que fue martirizado en el potro; el cirujano don Baltasar Gutiérrez, que fue ahorcado y decapitado con Richart; Francisco Esbriz, el guerrillero fray José y el sargento Plaza, que fueron los tres ahorcados; el cabecilla Chaleco, que fue ahorcado en Granada después de la segunda época constitucional, y además otros desconocidos, como Blas León Veyan, Manuel Santurio, Cayetano Torres, el fraile Moliner, etc. A los que contestaron aceptando les mandamos el plan detallado e instrucciones para formar el Triángulo.
Desde Barcelona nos escribió Illuminati diciendo que había hablado con el general don Francisco Miláns del Bosch, con el comandante con grado de coronel del regimiento de Murcia, don Francisco Mancha, liberal exaltado, y con otros militares como López Baños, el mayor Espíndla, el teniente coronel Frichi, el capitán Bacigalupi, que todos estaban dispuestos a secundar el movimiento. De Murcia, Valencia y Granada las noticias eran buenas.
Ya contando con las cabezas, lo que necesitábamos era gente, y con este propósito nos dedicamos a escribir a los sargentos y oficiales de poca graduación, buscando el atraerles por el cebo del ascenso.
Alguno que otro no entendía la manera de escribir con la plantilla y hubo que explicársela. Nosotros dos, que formábamos el Directorio, teníamos en la memoria los nombres de los principales conspiradores y de sus números; pero los otros no los sabíamos ni podíamos saberlos, porque precisamente en esta ignorancia de los mismos afiliados, que desconocían quiénes eran sus amigos, estaba la fuerza de la organización del Triángulo.
Se envió el proyecto general. Se proclamaría la Constitución de 1812. Se traería de nuevo a Carlos IV, que ya estaba avisado y pronto a admitir y jurar el Código de Cádiz. Se aboliría la Inquisición y se entregaría al fuego sus edificios, se expulsaría a los frailes, se suprimirían las aduanas interiores y se daría un grado y tres pagas a los militares.
Se indicó a los afiliados que hiciesen las observaciones que consideraran útiles.
Por las respuestas vimos que había partidarios de la República, gente ilusa que podía echar a perder nuestros trabajos.
Pasaron unas semanas; la cadena formada por militares y empleados iba aumentando en eslabones. Las cartas con la plantilla abundaban. Como el mayordomo del conde de Tilly y el joyero Cobianchi comenzaban a extrañarse de tanta correspondencia, decidimos recibirla por otro conducto.
Aviraneta se dio a pensar procedimientos, y se le ocurrió alquilar un cajón de zapatero remendón que había en un ángulo de la calle de Capellanes. En la covacha hizo una ranura y puso por dentro un buzón para recoger las cartas.
Aviraneta llevó un viejo al puesto, que estuvo allí una semana haciendo el paripé, como decía Eugenio, y luego lo despidió.
El cajón del zapatero servía para recoger nuestra correspondencia. Como no estábamos muy seguros de la fidelidad de todos los conjurados, íbamos María, Conchita, Aviraneta y yo a vigilar la calle de noche, y cuando no se veía a nadie recogíamos las cartas. Varias veces tuvimos que esperar hasta muy tarde, porque entre busconas y gente de mala vida que humeaba por allí podía haber espías de la policía.