LA HISTORIA DE MARÍA VISCONTI
—PUESTO que hemos de vivir y luchar juntos —dijo María Visconti—, les contaré mi vida y les diré el motivo que me arrastra a ir a España.
La familia de los Visconti, familia célebre en Milán, que durante mucho tiempo fue la cabeza del partido aristocrático de los gibelinos, es mi familia.
Mi abuelo, al parecer, no sentía los mismos sentimientos monárquicos de los suyos y, expulsado de casa por su padre, fue a vivir a Roma, donde se casó con una Malatesta.
Mi padre, desde niño, vivió en la pobreza, y para ganarse la vida se dedicó a la pintura y al grabado.
Tenía el pobre buen gusto, conocía muy bien el arte clásico, pero no podía producir; le faltaba confianza en sí mismo, le faltaba fuerza.
Entristecido por la miseria, vivíamos en la mayor estrechez en una casa del Transtevere. A veces nos mandaban algún dinero los parientes de mi madre y salíamos del apuro.
En esto, mi hermano Emilio, que era algo mayor que yo y que estaba en un taller, comenzó a distinguirse y a ganar algún dinero. Mi padre, entusiasmado, le hacía dibujar; quería que sus conocimientos sirviesen para Emilio. El padre se sentía renacer con la esperanza de tener un hijo ilustre.
Mi hermano era un muchacho a quien todo el mundo quería. Su padre le miraba conmovido y soñaba con que fuese un Rafael o un Leonardo.
El viejo padre nos acompañaba a Emilio y a mí a la Capilla Sixtina, al museo del Vaticano, a las iglesias, y nos mostraba las obras maestras de los antiguos y nos las explicaba detalladamente.
A los quince años mi hermano puso un taller de pintor y llegó a vender lienzos y a tener encargos.
Cuando empezábamos a vivir mejor, mi hermano nos trajo a casa algunos amigos suyos jóvenes y comenzó a andar constantemente con ellos. Estos jóvenes, sobre todo uno, apellidado Orsini, eran republicanos entusiastas, partidarios de la unidad italiana y enemigos del papado.
Mi hermano, a pesar de convivir con ellos, era más que nada pintor; les seguía, pero en su espíritu los sueños artísticos no dejaban lugar a las ideas políticas.
El atrevimiento y la audacia de los jóvenes republicanos aumentó; un amigo de mi padre nos avisó que a Emilio le iban a prender y a encerrar en las cárceles de la Inquisición. Mi padre y yo acompañamos a mi hermano a Civitta Vechia, y allí le dejamos en un barco.
Emilio desembarcó en Marsella; luego fue a Barcelona y, por último, se trasladó a Madrid, al final de la guerra de los españoles contra Napoleón.
Emilio, muy contento y satisfecho en España, nos escribía sus impresiones de la guerra y nos hablaba de que estaba sorprendido con la pintura española, tan distinta de la italiana.
Un dibujante italiano, Fernando Brambilla, que hizo un álbum de las Ruinas de Zaragoza y en cuya casa vivía, le llevaba a mi hermano al Palacio Real a ver cuadros magníficos. Este mismo Brambilla le presentó a un pintor, Goya, de quien mi hermano, en sus cartas, hacía grandes elogios, afirmando que era el mejor que había en Europa.
En esto, hará dos años, comenzaron a faltar las cartas de mi hermano. Mi padre estaba desesperado. Escribimos a dos o tres personas de Madrid, que no nos contestaron; escribimos al dibujante Brambilla, que, sin duda, no recibió la carta; y entonces a mí se me ocurrió dirigirme a un maestro de música italiano, Pablo Brambilla, de Milán, pidiéndole que si sabía las señas del dibujante de su mismo apellido, Fernando Brambilla, que vivía en España, le enviara mi carta. Al cabo de mucho tiempo recibimos una carta del dibujante Brambilla, desde Zaragoza. Mi hermano había muerto en las cárceles de la Inquisición de Madrid.
Mi hermano visitaba una familia española con frecuencia, en compañía de Brambilla. Parece que esto era a la vuelta del rey de España desde Francia.
Atolondrado y exaltado como era mi hermano, en vez de moderarse, exageraba sus ideas. Una vez, en esta casa amiga, tuvo la imprudencia de discutir con un fraile, de contradecirle; de asegurar que había tomado parte en Roma en una conjuración contra el Papa, y de que era republicano.
Al día siguiente, el fraile, con dos esbirros de la Inquisición, fueron a casa de mi hermano y lo prendieron. Brambilla quiso salvarlo, afirmando que lo dicho por mi hermano era una chiquillada. El fraile no sólo no cedió, sino que fue al Tribunal a declarar contra mi hermano y aumentar los cargos que había contra él.
Mi hermano fue atormentado en el calabozo, y a los seis meses de estar encerrado en él murió.
Mi padre, al leer la carta, no derramó una lágrima.
—Escríbele a Brambilla —me dijo— y pregúntale el nombre, el nombre de ese fraile que ha denunciado a Emilio.
Le escribí y nos lo dijo. Desde entonces mi padre vivió únicamente soñando en la venganza. Quería marchar a España, pero no podía moverse. Estaba muy enfermo.
Entonces una pariente lejana nuestra murió, dejándonos una pequeña fortuna. Mi padre ha muerto hace un mes clamando venganza.
—A eso voy a España. A vengar la muerte de mi hermano —concluyó diciendo María Visconti—. Ustedes me pueden ayudar a mí con sus conocimientos; yo pondré a su servicio mi buena voluntad y mi dinero.
Aceptamos el trato y decidimos que desde entonces María Visconti fuera para nosotros un camarada.