LA REUNIÓN EN LA LIBRERÍA
UNA hora después me hallaba de nuevo en la librería de Eymery. Hacía tiempo que estaban todos. Me hicieron pasar a la trastienda, un cuarto un poco ahogado, iluminado con una lámpara de aceite y con las cuatro paredes cubiertas de libros.
Se encontraban Llorente, Azanza, Tilly, el general Berton, que había ido con un joven amigo suyo apellidado Navarro; Cugnet de Montarlot, Nantil, Aviraneta y un tal Bloumy, que se hacía pasar por coronel español.
Yo me hallaba tan impresionado por mi feliz aventura, que no podía fijarme bien en lo que me decían. Muchas veces creía que me estaban dando la enhorabuena y me veía en la obligación de sonreír.
Al principio no me enteré apenas de lo que se habló y no hice más que contemplar con atención los tipos de todos.
Azanza, a quien conocía yo hacía tiempo, estaba quieto en su sillón con las manos cruzadas, sin hablar. Era muy viejo, y, aunque afrancesado, en el fondo, reaccionario.
A don Juan Antonio Llorente, el autor de la Historia de la Inquisición, le vi entonces por primera vez. Era un hombre bajito, de aspecto simpático y bondadoso.
Tenía la frente ancha, espaciosa; llevaba melenas grises y un solideo negro. Su tipo era de un buen cura; su mirada, viva y brillante; los labios, gruesos.
En aquel rostro de cura bondadoso apuntaba la malicia y la socarronería frailuna. Había en él, aunque mitigada, la expresión satírica del Voltaire esculpido por Houdon.
Llorente acababa de venir de Londres, pues el Gobierno de Luis XVIII no le permitía que se estableciera en París. Vestía de paisano, pero conservando el aspecto de un clérigo. Llorente, como muchos de estos hombres de la época, había vivido dos vidas completamente distintas. Después de haber sido vicario general del obispado de Calahorra, secretario de la Inquisición de Corte y canónigo maestrescuela de Toledo, tenía en esta época que andar en París y en Londres a salto de mata, ganándose la vida con folletos y traducciones.
Llorente habló poco en la reunión; no hizo más que oponerse a las exageraciones de algunos y ofrecer un medio de comunicación con España. Tenía él una sobrina casada con un francés llamado Robillot, que vivía en la calle de la Coquillere. Esta sobrina enviaba a Madrid artículos de modas desde París, y en las cajas se podía meter la correspondencia.
El general Berton se limitó a escuchar lo que se decía y a permanecer de pie, apoyado sobre un armario.
Juan Bautista Berton era un tipo sombrío y trágico; entonces contaría unos cincuenta años. Tenía una estatura media y poco cuerpo; los ojos, azules; la boca, grande; la frente, despejada; la palidez del hombre que ha vivido encerrado; acababa entonces de salir de la cárcel.
Berton conocía bien España, donde había hecho la guerra con Bonaparte, y hablaba el castellano.
Estaba para casarse con una señorita española, la señorita Navarro, hermana de su ayudante, y pensaba retirarse a una propiedad suya del departamento de Oise, en Plessis-Cuvergnon.
El conde de Tilly explicó con qué elementos podía contar él en España. Primeramente, tenía el Oriente Montijano de Granada, que estaba dispuesto a trabajar por la Revolución. El conde del Montijo acababa de ser nombrado capitán general de Granada y se pronunciaría con sus fuerzas desde el momento que en otra parte se diera el grito. En Murcia se contaba con una logia de las más activas, en la que figuraban Torrijos, Van Halen, López Pinto y Romero Alpuente, que estaban deseando lanzarse a la calle. En Cádiz había el grupo de masones, dirigido por Istúriz, ya de acuerdo en la conspiración. En Barcelona, la logia de Cambacérès, en la fonda de Wellington, con Llinás y algunos otros. En Valencia, grandes núcleos de liberales, dirigidos por los Bertrán de Lis y por el conde de Almodóvar.
No se necesitaba más que dinero para poner en comunicación los distintos puntos en donde la Revolución fermentaba.
Después de Tilly habló Aviraneta.
Aviraneta dijo que él, de antemano, no podía prometer nada; pero que intentaría mover a la gente del Norte; que hablaría, o iría si era necesario, a la logia de Bilbao; que trataría de conquistar a Mina, el tío, y a Mina el Mozo; que se pondría en comunicación con el Empecinado, con el general Renovales, con Sarasa, con Longa, que al parecer estaba vacilante; con el cabecilla Dos Pelos, con Iriarte, con el coronel Eguaguirre, con Gaspar de Jáuregui (el Pastor), con Fermín Leguía, con Noain, con Michelena, con Legarda y con otros muchos constitucionales.
Después habló Cugnet de Montarlot, que al principio me pareció un tipo cómico.
Cugnet era un francés aparatoso que creía que todas las cosas se resuelven con frases oportunas y atrevidas.
Era valiente, declamador y entusiasta de la libertad y de la gloria. Le gustaba repetir en sus discursos esta frase: Ubi Libertas ibi Patria (donde está la Libertad, está la Patria).
Cugnet hablaba de una manera demasiado solemne. Nos dijo que su sociedad, L’epingle noir, iba a ser la espina que se iba a clavar en las viejas monarquías y a producir su gangrena.
Su sociedad había hecho un llamamiento a las generaciones presentes y futuras. Su fin era formar una liga de pueblos contra el despotismo, para asentar la República sobre las ruinas del Trono y del Altar. Para él todos los medios eran buenos; desde la barricada hasta la caricatura; desde el discurso elocuente hasta el pinchazo con el estoque.
Cugnet discurría como un verdadero revolucionario; comprendía que se necesitaba una asociación fuerte para luchar contra el Poder, que se iba robusteciendo.
No habían ni él ni los otros imaginado medios fáciles de comunicarse, no se había disciplinado el espíritu de protesta y se ignoraban los procedimientos de preparar movimientos internacionales. Esto se aprendió en 1820, cuando triunfó la Revolución española y comenzó a funcionar el carbonarismo.
Cugnet, después de sus generalidades, nos dijo que los quinientos hombres de El alfiler negro se incorporarían a la legión extranjera que mandaría el general Berton y pasarían los Pirineos.
Como yo no tenía que decir nada, no hablé.
Se decidió que al día siguiente tendríamos una reunión con los delegados de la masonería en casa del conde de Tilly, que vivía en la calle de Choiseul, en el número 6.
Al terminar la conferencia se presentaron en la librería los dos hermanos Caron, a quien los presentó Cugnet, y a uno de los cuales conocía yo del baile de la Embajada.
Eran los dos tipos de militares del Imperio y se distinguían por sus ideas republicanas, lo que había hecho que no ascendieran rápidamente.
Cugnet les explicó lo acordado y los dos se ofrecieron para cuando llegara el momento.
Salimos de la librería, y yo, volando, me marché a casa.