RAPTO
AL día siguiente, cuando me desperté, tuve la impresión de que había soñado que conspiraba en un baile; pero pronto mis recuerdos se fueron aclarando y tomaron una absoluta precisión.
Salté de la cama. Me vestí. Eran las diez. Al recoger mis zapatos, encontré en uno de ellos una carta, que, sin duda, acababa de dejar el mozo del hotel. Era de Conchita, mi novia. Me decía estas palabras:
«Ven a sacarme de aquí. Mi tío me quiere encerrar en un convento. Hoy irá a cobrar a casa de su banquero, y estaré sola. Me vigila una vieja bruja, madama Mathieu, que ha traído mi tío expresamente para eso. Cuando esta tarde quede sola y se vaya mi tío, pondré un papel blanco en el cristal de la ventana de mi cuarto. Inventa un pretexto para que salga la vieja. Mándale un recado diciendo que la esperan para darle un dinero de Angulema. Es de ese pueblo y es muy avara, e irá.
Tu Conchita.»
Impaciente, acabé de arreglarme y en seguida salí a la calle, tomé un coche y pasé por delante del hotel de la Corneta. Todavía no estaba el papel en el cristal de la ventana. Sin duda no había salido el viejo don Bartolo. Mandé al cochero que me aguardara en una esquina de la calle, y me puse a esperar que apareciese la señal. Eran las dos y media y aún no había aparecido. Empecé a pensar que para las cuatro tenía la cita con Aviraneta y que no iba a poder acudir. A las tres menos cuarto el cuadrado de papel blanco se vio en el cristal de la ventana.
Inmediatamente me fui a una taberna, que se llamaba A la cita de los cocheros; entré y pregunté al dueño por el hotel de la Corneta. El hombre me dio una explicación de dónde estaba, y yo le dije que era recién venido de Angulema; que tenía el encargo de dar quinientos francos de una herencia a una señora Mathieu, que vivía en el hotel de la Corneta, y añadí:
—Si hubiera algún chico, yo le daría cuatro o cinco francos para que fuera a avisar a esa señora.
—Yo mismo iré —dijo el tabernero.
—Bueno; pues dígale usted a esa mujer que venga aquí con usted y que me espere unos minutos, porque mientras tanto yo voy a hacer otro recado. Le di al tabernero los francos prometidos, salí de la taberna y me metí en el coche. Al ver pasar a la vieja y al tabernero juntos, entré en el hotel de la Corneta y subí las escaleras hasta el cuarto de Conchita. Llamé.
—¿Eres tú? —me dijo ella.
—Sí.
—Esa vieja ha cerrado la puerta y se ha llevado la llave. Yo no sé cómo abrirla. Saqué yo un cortaplumas e intenté meter la hoja por la rendija de la puerta; pero no era posible abrir.
—¿No tienes algún cuchillo grande o alguna cosa para correr la lengüeta de la cerradura? —dije a Conchita—. ¡A ver, ensaya!
Perdimos el tiempo lastimosamente y no se consiguió nada.
De pronto se me ocurrió una idea que me pareció muy buena.
—Oye —le dije.
—¿Qué?
—El cuarto de tu tío, ¿está pared por medio de este?
—Sí.
—¿No tiene alguna comunicación, alguna puerta condenada, o algo por el estilo?
—Sí; detrás del colgador tiene un tabique de tela que cierra el hueco de una puerta.
—¿La llave del cuarto de tu tío, estará en el clavero?
—Sí.
—¿Qué número es?
—El 27.
Bajé las escaleras hasta el portal, esperé un momento a que no pasara nadie, cogí la llave y entré en el cuarto del cura. Después abrí el cortaplumas y desgarré de arriba abajo el tabique o biombo que separaba un cuarto de otro. Conchita saltó de su habitación a mis brazos. Salimos del cuarto del clérigo, lo cerramos, y, ella cubierta con un velo negro y yo detrás, avanzamos hasta el coche que esperaba, y montamos en él.
Eran las cuatro menos cuarto. Yo tenía que estar a las cuatro en la librería de Eymery.
—Tendremos que separarnos —le dije a Conchita.
—¿Por qué?
—Porque yo tengo una cita a las cuatro con unos amigos.
—¿Tanta importancia les das a ellos para dejarme a mí sola, y hoy?
—Es que es una cita política. Estamos conspirando.
—No te creo.
—¿No?
—No.
—Pues, mira, ven conmigo. Les diré a mis amigos que eres mi mujer.
Saqué la cabeza por la ventanilla y le dije al cochero:
—Vaya usted a la calle de Mazarino. De prisa.
El caballo comenzó a trotar, y unos minutos después de las cuatro estábamos en la calle de Mazarino, enfrente de la librería de Eymery.
Esta librería era una tiendecilla negra con un fondo oscuro. Estaba al lado de una mercería en cuyo estrecho escaparate había un mono disecado con camisa y puños, y un letrero en el pecho donde se leía: «Jean». Después me enteré que este mono «Jean» con su camisa era un jeroglífico o chiste del dueño de la tienda. Cualquiera, al verlo, decía: Au singe Jean en batiste (al mono Juan en batista), y la tienda se llamaba Au Saint Jean-Baptiste (al San Juan Bautista), palabras que en francés se pronuncian de una manera algo parecida.
Entré en la librería, expliqué al librero a lo que iba, y me dijo que no habían llegado más que los habituales, don Juan Atonio Llorente y don Miguel José de Azanza, que estaban hablando.
—Si quieres, entra —le dije a Conchita.
—No, no.
Se había convencido de que el asunto que tratábamos era serio y me dijo que iría a mi casa.
—Yo te acompañaré.
Advertí al librero que dijera a mis amigos que tardaría una hora en volver.
Yo vivía al otro lado del río, pero cerca de allí, en la calle de Richelieu.
Tomamos el coche y fuimos Conchita y yo a casa.