UN BAILE DE CONSPIRADORES
A fines de otoño de 1815 vine yo a París a estar una temporada.
Era todavía joven, despreocupado, amigo de divertirme y de gozar de la vida.
Tenía muy buenos amigos en París y lo pasaba bien.
Uno de ellos, de los que conservo más vivo recuerdo, era Nicolás de Miniussir, uno de los hombres más cultos y simpáticos que he conocido. Miniussir era austríaco, de Trieste, aunque naturalizado español. Había estado en la batalla de Waterloo en compañía del general don Miguel Ricardo de Álava, y luego, entre los dos, prestaron un servicio importante a nuestro país.
Durante la guerra de la Independencia los franceses habían desvalijado a España, trayendo a París una porción de cuadros y de joyas.
Miniussir y el general Álava discutieron la manera de recobrar las riquezas robadas, y decidieron que Miniussir, al frente de doscientos hombres de infantería inglesa, entrara en los museos y recuperara lo que pudiera.
Así se hizo: Miniussir cargó con cuadros y con todo lo que vio de procedencia española; pasó la frontera belga, arrollando a los aduaneros; llegó a Amberes, embarcó sus riquezas y las transportó a Cádiz.
Con Miniussir y con algunos otros acudíamos a los teatros, a las fiestas, al salón de Teresa Cabarrús…
Iba acabándose mi tiempo de estancia en París, dentro de lo vulgar y corriente, cuando de improviso me encontré metido en una intriga amorosa y en una intriga política.
Tenía yo un encargo que me habían dado en Bayona, para entregarlo en París a un señor don José González, presbítero, que habitaba en el hotel de la Corneta, calle de la Corneta, en el Gros Caillou.
Como ya me faltaban pocos días de estancia, cogí el encargo y fui a ver al presbítero. Entré en el hotel, llamé en la puerta que me indicaron y, en vez de salir un clérigo, salió una de las muchachas más bonitas que yo he visto en mi vida. Pensé si me habría equivocado; pero no; allí vivía don José, el cura, y esta muchacha, llamada Concepción, era su sobrina.
Don José había ido aquella tarde a cobrar la renta en casa del banquero Hardouin. Con el pretexto de esperar, hablé largo rato con la muchacha, y nos entendimos tan bien, que quedamos de acuerdo en escribirnos todos los días y en vernos siempre que ella pudiera, porque el cura era regañón y suspicaz.
Cuando llegó don José, el cura, le entregué el encargo, saludé a Conchita con afectada indiferencia y me marché a la calle.
Durante mucho tiempo ya no pensé más que en la muchacha y en hablar con ella.
Como en esta época había una policía al servicio del partido ultramontano, que entonces se llamaba del pabellón Marsan, y esta policía espiaba a los extranjeros tildados de liberales, me vi molestado con frecuencia por los agentes, que preguntaban en mi hotel quién era yo, qué hacía y qué personas venían a verme.
Seguía entregado a mis amores, luchando con el viejo cura del hotel de la Corneta, que hacía de don Bartolo con mi Rosina y quería guardarla en un rincón oscuro, cuando un día me encontré con una invitación para ir a un baile de la Embajada Española.
Me chocó la invitación y pensé en no ir, cuando al día siguiente recibí una carta en la que me decían:
«Mañana por la noche, en el baile de la Embajada Española, se reunirán los suyos. El punto de cita será el tercer balcón a la derecha, entrando en la gran sala. La hora, las doce. X.»
El aviso me sorprendió. Aquello de que se reunirían los míos había picado mi curiosidad. Decidido, después de cenar me vestí de etiqueta, tomé un coche y fui a la Embajada.
No recuerdo quién era nuestro embajador por entonces; me figuro que era el duque del Parque, un señor un tanto fatuo y muy entusiasta de las ideas liberales, que en tiempo de la segunda época constitucional gustaba de que no le llamaran duque, sino el ciudadano Cañas, pues este era su apellido, y que peroró en Madrid, en el club que se llamaba la Cruz de Malta.
No recuerdo bien, como digo, si en esta época era el embajador el duque del Parque o el de San Carlos.
Cuando entré en el gran salón eran las once y media, y el baile comenzaba a animarse. Había muchas máscaras, muchos emigrados españoles y muchas mujeres hermosas.
El espíritu de esta época en París era muy distinto al del Imperio. La megalomanía napoleónica había sucumbido por muerte natural; la gente no quería más que olvidar y divertirse. Tantos años de guerra del reinado de Napoleón habían producido una gran fatiga. Tras el dominio de los militares venía el de los jesuitas y de los abogados de provincia, y se preparaba el de los periodistas.
La aristocracia reaccionaba; las damas del gran mundo intentaban desterrar de las reuniones a las generalas e intendentas del Imperio, y trataban de mezclar las costumbres de la Regencia con el culto del Sagrado Corazón de Jesús.
En esta época todo el mundo intrigaba ferozmente, y los jóvenes ambiciosos esperaban hacer una carrera rápida en un salón o en una sacristía.
Un baile entonces era un lugar de enredos y de maquinaciones; se sentía la necesidad de la Prensa, que no era nada aún, y la gente tenía que contarse muchos secretos y hacer un sinnúmero de cábalas.
Estaba yo solo, en medio de los bailarines, presenciando el espectáculo; la orquesta tocaba un aire de la ópera Jean de Paris, de Boieldieu, cuando una enmascarada se agarró de mi brazo.
—¡Caballero! —me dijo.
—¿Qué quieres, máscara?
—¿Me puede usted dar el brazo un momento?
—Con mucho gusto; pero tendrás que dispensarme, porque tengo una cita.
—¿Conoce usted aquí algún español?
—A varios. Además, yo lo soy. Pero observo, máscara, que no sigues las reglas del Carnaval. En estos días las máscaras hablan de tú.
—¿De manera que es usted español? —preguntó ella sin hacer caso de mi observación.
—Sí. Pero dispénsame ahora; tengo una cita.
Y, soltando el brazo de la máscara, me metí entre la gente, fui al tercer balcón que me habían señalado, y quedé de pie junto a los cristales.
Al poco rato se acercó a mí un joven seco, delgado, vestido a la moda, con una levita larga de color azul, pantalón de nanquín, zapato bajo y media de seda blanca.
Quedé mirando atentamente a aquel joven. Yo le conocía; pero ¿de dónde?
—Ha sido usted puntual a la cita, señor barón —me dijo.
—Ya ve usted.
—Me mira usted sorprendido. Parece que está usted preocupado.
—Sí, lo estoy, caballero —le contesté—. Estoy preocupado pensando que le conozco a usted, y no sé de dónde.
—Es posible; yo no recuerdo.
—¿Quiere usted decirme su nombre?
—A otro no se lo diría —me contestó él—. A usted, sí. Me llamo Eugenio de Aviraneta.
—No; pues no me dice nada el nombre… Sin embargo, yo le recuerdo a usted. ¿Usted no ha usado nunca otro apellido de carácter también vasco?
—Sí; en tiempo de la guerra de la Independencia me llamaban Echegaray.
—¿Y estuvo usted una vez en Valladolid con un amigo y un militar francés?
—Sí.
—De ahí lo recuerdo a usted. Yo era entonces subprefecto de Valladolid. Usted era guerrillero, ¿verdad?
—Sí.
—Lo adiviné. ¿En qué partida estaba usted?
—Con el Cura Merino.
—¡Estaba usted entre realistas!
—Entonces nos sentíamos solamente patriotas. Cuando Merino se enteró de que era masón, quiso fusilarme.
En esto, una máscara se aproximó a Aviraneta y le habló al oído.
—Está bien —dijo Aviraneta.
Y, separándose de la máscara, se acercó a mí y añadió:
—Ahora que nos conocemos, señor barón, le voy a poner al corriente de lo que tramamos. Usted sabrá que el Gobierno de los Cien Días, al verse perdido, llamó en su socorro no sólo a los bonapartistas y republicanos franceses, sino a los patriotas de todos los pueblos europeos. Como nada se improvisa, por más que la masonería y las Sociedades secretas comenzaron a trabajar en favor de Bonaparte, no se pudo organizar algo eficaz, no hubo tiempo ni medios. Bueno. Han pasado unos meses, y los diferentes centros de París han creído que hoy en España es más fácil un movimiento liberal que en Francia, y han pensado ponerse en relación con los españoles y ayudarles con su dinero. Yo he tenido una reunión con los delegados de las Sociedades, que me han encargado de entrevistarme con los emigrados españoles. Y como la policía nos vigila, y como tenemos amigos en la Embajada, he escogido este baile para citar a unos cuantos conspiradores, porque aquí no suponen que vengamos nosotros. Ya sabe usted de qué se trata: de preparar un movimiento a favor de la Constitución.
—¿Quién patrocina el movimiento? —dije yo.
—La masonería, con los centros liberales y republicanos franceses y los núcleos de nuestros emigrados.
—Y en España, ¿quién se pondría al frente?
—Por ahora, el general Renovales.
—¿Y Mina?
—Mina, según parece, no quiere nada con Renovales.
—¿Por qué?
—Rivalidades del tiempo de la guerra de la Independencia. Renovales mandó desarmar un escuadrón de caballería de Mina.
—¿Y no se podrían llegar a poner de acuerdo?
—No sé; dicen que no.
—¿Y Renovales tiene bastante prestigio para ponerse a la cabeza del movimiento?
—Sí.
—¿Es valiente?
—Hasta la temeridad.
—¿Es discreto?
—Menos que valiente.
—¿Es honrado?
—Menos que discreto.
—¿No nos venderá?
—Hoy por hoy, no.
—¿Nuestros emigrados favorecerán el movimiento?
—Veremos.
—¿Y los franceses republicanos piensan hacer algo?
—Sí; formarán secretamente una legión extranjera, al mando del general Berton, y la enviarán a España. Hay alistados más de tres mil hombres, casi todos oficiales y suboficiales del Imperio, entre los que abundan polacos, italianos y griegos.
—La aventura me parece muy difícil y muy peligrosa.
—A mí también.
—¿Pero usted no piensa abandonarla?
—Yo, no; y usted tampoco la abandonará.
—¡Mucho afirmar es eso!
—Usted decidirá. Dentro de media hora volveré a este balcón. Usted me dirá si quiere seguir o no.
—¿Tiene usted algún otro conspirador en el baile?
—Sí.
—¿Se va usted?
—En seguida vuelvo.
No hizo más que marcharse Aviraneta, cuando la máscara que había encontrado al entrar se me acercó de nuevo.
—¿Ha concluido usted su cita misteriosa? —me dijo.
—Sí.
—¿Han tratado ustedes algo importante?
—Me estás escamando, máscara —le dije yo—. ¿Es que eres de la policía?
Comprendí a través de la careta que la mujer se había turbado y avergonzado.
—Está bien —dijo con dignidad—. No le preguntaré a usted nada más. Me voy.
—Es que yo no le conozco a usted —repliqué—; no le veo la cara. No tengo motivos para tener confianza.
—Y si me viera usted la cara, ¿tendría más confianza?
—Según.
La máscara me llevó a un extremo del salón y se quitó la careta. Era una mujer hermosa, morena, de ojos negros y brillantes.
—Tiene usted unos ojos soberbios —le dije.
—¿De verdad?
—Sí. Creo que no voy a poder olvidarlos. Y eso que estoy enamorado.
—¿Está usted enamorado?
—Sí.
—Un español, ¿no está siempre enamorado?
—No siempre. ¿Tenía usted algún interés en saber mi nombre?
—Sí.
—Pues me llamo el barón de Oiquina, y en este momento estoy citado con algunos de mis compatriotas que trabajan allí para implantar la Constitución… No dirá usted que no tengo confianza.
—¿De verdad, es usted español?
—De verdad.
—¿Y liberal?
—Completamente.
—¿Conoce usted a Miniussir?
—Es muy amigo mío.
—Yo también lo conozco. Es el que me ha dicho que vendrían españoles liberales aquí.
—¿Usted es italiana?
—Sí, soy de Roma. Mi nombre es María Visconti.
—¿Visconti? ¡Nombre ilustre!
—Para nosotros no hay nombres ilustres. Sólo la patria y la libertad son ilustres. Pero no quiero detenerle, barón. Vaya usted ahora con sus amigos. Quisiera de usted una cosa.
—¿A ver cuál es?
—Que mañana o, lo más, pasado, vaya usted por mi hotel.
—Iré.
—Necesito un favor que sólo un español puede hacerme.
—Lo que usted quiera, señora.
—A cambio de esto les ayudaré en su conspiración. Soy romana, entusiasta de la libertad, y España es hija de Roma, tierra latina…
Aquella mujer extraña me dio las señas de su casa, estrechó mi mano y desapareció entre las máscaras. Volví al punto de cita y me encontré a Aviraneta acompañado de dos señores.
—Querido barón —me dijo Aviraneta—, conspirar y hacer conquistas creo que es demasiado. Le voy a presentar a dos amigos…: el conde de Tilly…, monsieur Cugnet de Montarlot.
Nos dimos la mano. El conde de Tilly era un currutaco de aspecto enfermizo, que hablaba el castellano con acento extranjero. Debía de ser hijo del Tilly que perteneció a la Junta Central que intervino en la batalla de Bailén y murió en el Castillo de Cádiz.
Respecto a Cugnet de Montarlot era el tipo del soldado del Imperio: jactancioso, valiente, fanfarrón y audaz. Vestía de paisano, de tal manera que se le notaba en seguida que era militar.
Cugnet de Montarlot, después de cambiadas algunas palabras, dejó a Tilly y a Aviraneta charlando conmigo, y entró en medio de la gente. Al poco rato vino con dos tipos, por su aspecto también militares, que nos presentó:
—Nantil…, Lamotte…
Saludamos. Nos dimos la mano.
—Son de los mejores —dijo Cugnet.
Volvió a marcharse, y un momento después se presentó con otros tres.
—Moreau…, Pombas…, Vallé…
Volvimos a saludar y a darles la mano. Al cuarto de hora hubo nueva presentación.
—Fabvier…, Delon…, Caron…, Vaudoncourt…
Nos dimos un apretón de mano, y, como no convenía llamar la atención, nos desperdigamos por el baile.
—Está aquí la flor de la Sociedad El alfiler negro —dijo Cugnet, y añadió, dirigiéndose a mí—: España dirá el momento, caballero. Los tiranos nos han de conocer. La libertad española tendrá a su servicio las mejores espadas de Francia.
—Ahora, señores, como aquí es imposible hablar con comodidad —dijo Aviraneta—, nos vamos a ver mañana en la librería de Eymery, de la rue Mazarine. Yo iré a avisar a dos o tres personas por la mañana; ustedes vayan a las cuatro. Usted, Cugnet, lleve, si puede, a Berton. Si ven ustedes que les espían, no entren. Ahora, señores, ¡buenas noches!
Y Aviraneta hizo un signo masónico y desapareció.