I

ANTECEDENTES

COMO ha supuesto usted muy bien, mi querido Arnao, el nombre de Aviraneta me ha sugerido recuerdos de cosas y de hombres de otra época: Mina, Renovales, Yandiola, Richart, Arquez… ¡Qué tiempos! ¡Qué entusiasmo!

El señor Leguía, no, porque es muy joven; pero ustedes recordarán que cuando la primera reacción de 1814 todos se asombraron en España y en Francia de que la resistencia de los liberales españoles fuese tan débil.

La razón principal era que había aún en Francia y en Inglaterra muchísimos cientos de oficiales y de soldados de ideas liberales que, prisioneros en los depósitos, no habían vuelto a España.

Además, nos encontrábamos en la emigración los que habíamos ejercido algún cargo con Bonaparte.

Fernando VII sabía que la ocasión de recobrar el poder absoluto era oportuna, y los informes del duque de San Carlos, a quien envió a Madrid con nombre supuesto a explorar los ánimos de los políticos y generales, le confirmaron la idea de que la reacción era fácil.

Cierto que se decía que algunos caudillos de la guerra de la Independencia, como Mina, Lacy, el Empecinado, Villacampana, Renovales, se inclinaban a la Constitución; pero era solamente la parte plebeya y guerrillera, porque los generales palaciegos, los Castaños, los Palafox, los Eguía, los Montijo, estaban por el absolutismo.

Se creía por muchos que se había implantado en España el poder personal y teocrático a gusto de todos, cuando al cabo de unos meses se comenzó a hablar de que se fraguaban conspiraciones.

Primeramente se descubrió una en Cádiz, y se mandó allí de comisario regio a Negrete, hombre que para mucho tiempo dejó fama de bárbaro por sus procedimientos inquisitoriales.

Esta conspiración, inventada por el Gobierno, no tenía más objeto que limpiar Cádiz de liberales y de masones, atemorizarlos y hacerles huir.

Después se levantó don Francisco Espoz y Mina con la División Navarra, e intentó, en unión de su sobrino Mina el Mozo, del coronel Asura, de Górriz y de otros, apoderarse de la ciudadela de Pamplona, de noche, aprovechando un tumulto que debía estallar en la ciudad, y proclamar la Constitución.

El comandante de uno de los regimientos mandados por Mina, después realista célebre, don Santos Ladrón, fue el que denunció la empresa.

Ladrón era amigo de Mina el tío y rival y enemigo de Mina el Mozo. Los dos eran jóvenes; los dos, estudiantes; los dos, navarros de pueblos vecinos: Mina, de Idocin, y Ladrón, de Lumbier.

Ladrón era realista furioso; Mina el Mozo, liberal exaltado; Ladrón y Mina eran valientes; pero Mina, además, era audaz, conquistador, de estos mozos que arrastran a los hombres y se hacen querer por las mujeres.

La envidia de Ladrón por Mina influyó en el fracaso de la empresa liberal de Pamplona, que costó la vida al coronel don José Górriz y al mayor Cía, fusilados delante de los muros de la ciudad navarra.

Los españoles gozaron unos meses de calma.

La guerra de la Independencia había sido funesta para nuestra cultura.

En Madrid se volvió a la estolidez y a la ñoñería habituales. No se publicaban más que folletitos contra los liberales y masones; se adulaba al rey de la manera más vil, y por toda literatura se daban a la estampa historias de bandidos, de ahorcados y de almas en pena; los cuarenta y ocho motivos que tiene el hombre para no casarse, y otras obras igualmente importantes.

La salida de Napoleón de la isla de Elba produjo en todas las testas coronadas de Europa un enorme pánico. Fernando y sus ministros amainaron en la persecución contra los liberales.

Se dijo que Napoleón iba a dejar a Francia con un Gobierno democrático; que abdicaría de ser emperador para llamarse generalísimo de la República, y se añadió que iban a traer de nuevo a España a Carlos IV.

Lo único que resultó algo cierto fue que el elemento republicano se agitó en Francia y que los reyes de la vieja Europa temblaron a la idea de que Napoleón se consolidara en el trono.

Pasaron los Cien Días, vino Waterloo y volvieron Fernando y los suyos a su persecución contra los liberales.

La primera conspiración de que se ocupó el Gobierno español después de los Cien Días fue una supuesta tramada en el café de Levante, de Madrid.

Como yo tenía gran curiosidad y gran deseo de que pasara algo en España, me enteré de lo que era.

No había tal conspiración. Lo ocurrido fue que en ese café, por aquella época, se habían reunido unos cuantos señores de ideas liberales y habían hablado de la posibilidad de que Napoleón volviera a dominar en Francia y de que Fernando tuviera que huir.

A los serviles ministros del tirano esto les escandalizó tanto, que tuvieron que condenar a presidio a varios de aquellos señores por haber puesto en ridículo, como decía la Gaceta al hablar de este asunto, las constantes virtudes del mejor de los reyes.

De los conspiradores del café de Levante, tres o cuatro eran abogados; uno, un teniente, don Ramón de Latas, y otro, un músico de la Real Capilla, llamado Balado, que dijo no conocía los designios de sus amigos. Naturalmente, no tenían ninguno; pero fueron todos condenados a varios años de prisión, como verdaderos conspiradores.

Después de los Cien Díaz, tras de la batalla de Waterloo, fue cuando comenzó en grande el éxodo de los oficiales españoles emigrados hacia España. Hubo que establecer depósitos en las capitales de provincia para ellos.

Pronto se notó que la mayoría de los oficiales que volvían de Francia e Inglaterra eran de las nuevas ideas, y se les trató de una manera tan cruel, que llegaron a echar de menos los pueblos extranjeros de donde llegaban.

Elío, luego famoso por su crueldad, fue de los que se distinguieron por su mal trato con los que venían de la proscripción.

En Madrid las persecuciones contra afrancesados, liberales y masones las dirigía un tribunal presidido por el mariscal de campo don Pedro Agustín de Echavarri.

Se estaba consolidando la Santa Alianza; la política de Metternich iba triunfando, y los Gobiernos creían poder apretar impunemente los tornillos a sus respectivos países.

En España comenzaba a haber dos elementos importantes contra el despotismo: uno, el de los oficiales venidos de la emigración, exacerbados por la crueldad y la indiferencia que les demostraban; otro, el de los paisanos liberales que iban ingresando en la masonería.

Entonces, de todos los pequeños Centros masónicos españoles, el más importante era el de Granada, que estaba presidido por el conde del Montijo, personaje enigmático e inquieto, extraño botarate que tan pronto intrigaba a favor del rey como a favor del pueblo.

El conde del Montijo, que había sido uno de los partidarios de la abdicación de Carlos IV y de los inspiradores del motín de Aranjuez; que había conspirado con los reaccionarios contra la Junta Central en tiempo de la guerra de la Independencia; que en 1814, complicado con Macanaz, con Escoiquiz, Palafox y San Carlos, había trabajado por el absolutismo y dado dinero a la chusma de los barrios bajos de Madrid para que gritara: «¡Abajo la Constitución!»; el conde del Montijo, que apareció firmando el manifiesto de los Persas, era, año y medio después, el jefe principal de la masonería en España, y el Oriente fundado por él en Granada se llamaba Oriente Montijano.

Al mismo tiempo tenía la amistad del rey y era capitán general de Granada.

Realmente, estas cosas despistan a cualquiera y hacen pensar que había entre nosotros muchas personas que por debajo de cuerda trabajaban por Fernando VII.

Aunque esto ocurriera, era lo positivo que los dos núcleos rebeldes, el de los masones y el de los militares, aumentaba. El levantamiento de Díaz Porlier en La Coruña fue fruto de los dos elementos, y fracasó por confidencias y por trabajos que hizo el arzobispo, ayudado por el clero.

Porlier, a quien llamaban el Marquesito, fue ahorcado; pero sus cómplices se escaparon y fueron apareciendo en la frontera de Francia y estableciéndose allí.

Las emigraciones ocasionadas por las tentativas de Mina y de Porlier produjeron en Francia, unidas a la de los afrancesados, núcleos importantes, en donde no faltaba la gente de dinero y de influencia.

Teníamos en París a Toreno, a Urquijo, a Hermosilla, a Llorente, al ex fraile don Manuel Núñez Taboada, a González Arnao, a Azanza…

En Burdeos estaban el ex jesuita Rafael Martínez, el coronal de Caballería Gavilanes, el bibliotecario Gallardo, el fraile-músico Moliner, el coronel Colombo, el capitán Arquez.

En Bayona se hallaba el núcleo mayor. Allí estaban Espoz y Mina, Fermín de Asura, que acababa de escaparse de la prisión de Cahors y estaba escondido en una casa de campo de los contornos; el fabulista alavés don Pablo de Jérica, complicado en lo de Porlier, a quien por orden del embajador de España habían tenido preso en el castillo de Pau; el capitán de fragata O’Connor; el ex fraile Arrambide; Juan Bautista Beunza, preso tambiénen Pau; Nicolás Uriz, secretario de Mina, preso en Montauban, y otros que no recuerdo.

Ya por entonces bullía José Manuel del Regato; el traidor Regato, que jugó un papel tan triste en la segunda época constitucional. Regato había publicado en Bayona un folleto contra Fernando, titulado El Carolino, papel lleno de palabrería vulgar, pero que había tenido algún éxito entre los emigrados.

Regato se hacía llamar Oyo, Abeille y Abella. Yo, como vivía en Bayona y conocía mucha gente, me enteré de la vida que hacía Regato y sospeché siempre de él; tenía relaciones secretas con la policía, lo que hubiera bastado a cualquiera para desconfiar. Sin embargo, este hombre pasó durante mucho tiempo por un hombre íntegro, gracias a la pedantería española y a la importancia que damos a las palabras; vivió en París, en casa del conde de Toreno, y fue protegido en Madrid por Alcalá Galiano.

Al último, él mismo se desenmascaró, cuando en 1823 dirigió en Madrid la pedrea contra las Embajadas, dejando en las garras de la policía a un pobre zapatero remendón a quien engañaba.

Regato vivió después en Madrid tranquilamente en la calle de Silva de agente de Calomarde, con el que hacía jugadas de Bolsa, y cuando en 1833 comenzaron a volver los liberales de la emigración, temeroso de una venganza, huyó de España.

En Londres teníamos un núcleo de emigrados; pero la mayoría era gente de libros, a quienes dirigía Blanco-White. Había también allí una reunión en casa de un banquero bilbaíno, don Fermín Tastet, hombre muy viejo, muy jovial y que llevaba muchos años viviendo en Londres, y en su casa se reunían Flórez Estrada, el general Romay y otros varios…

He dado estos antecedentes para que vean ustedes, poco más o menos, con qué fuerzas contábamos fuera de España; tengo que añadir que, a pesar de lo que se ha dicho, no éramos tan ilusos y tan confiados como se nos ha querido pintar. No. Unicamente lo que nos diferenciaba de épocas posteriores es que había entonces más entusiasmo, más ansia de alcanzar la libertad.