EN el tiempo a que me refiero el restaurante del Rocher de Cancale era muy célebre en París. Ni los salones de Very o de Vefour, ni la celebrada fonda de los Hermanos Provenzales podían competir en fama con el Rocher de Cancale entre los discípulos y practicadores de las suculentas teorías de Brillat-Savarin.
Una noche, de sobremesa, después de cenar con varias personas en el Rocher, oí la historia que voy a contar al barón de Oiquina.
Era a fines de 1840. Había ido yo a París desde Bayona con una comisión de Aviraneta para don Vicente González Arnao, personaje de larga historia que en las postrimerías de la primera guerra carlista fue el intermediario entre el Gobierno de María Cristina y el cabecilla Muñagorri. Este Muñagorri, escribano de Berástegui, hacía la guerra al carlismo con la bandera Paz y Fueros.
En el fondo, el cabecilla-escribano era una creación de Aviraneta, y su proyecto de escisión del carlismo estaba copiado de otro de don Juan Olavarría, el cual había presentado al Gobierno, hacía años, una Memoria considerando la bandera de Paz y Fueros como un buen medio de acabar la guerra.
Muñagorri no tuvo el éxito que se esperaba de él. Era hombre ligero, de pocos arrestos y, sobre todo, de poca sindéresis. A pesar de esto, algo contribuyó a descomponer el carlismo, y hubiera contribuido más si el cónsul de Bayona, Fernández de Gamboa, esparterista y enemigo de toda transacción, no hubiese opuesto una serie de obstáculos y dificultades a la empresa.
González Arnao, partidario como Aviraneta de acabar la guerra a todo trance, creyó que la campaña de Muñagorri podría ser útil y trabajó para ayudarla con lord John Hay y con el embajador de España en París, marqués de Miraflores.
Arnao, muy patriota, tenía gustos e inclinaciones de parisiense más que de español, a pesar de ser hijo de Madrid; cosa no muy rara, porque había vivido cerca de treinta años en la capital de Francia.
Cuando le conocí yo, Arnao era muy viejo, pero se conservaba derecho y fuerte.
Como la mayoría de los hombres de esta época, había tenido una vida doble. En tiempo de Carlos IV fue profesor de Física experimental en la Universidad de Alcalá, síndico del Ayuntamiento de Madrid y abogado.
Por esta época publicó, en colaboración, el Diccionario histórico-geográfico de Navarra y de las Provincias Vascongadas.
Formó parte, en 1808, de la Junta de Bayona, y al tomar posesión de la corona de España José Bonaparte le nombraron consejero de Estado.
En 1813 tuvo que huir a Francia con todos los que habían aceptado el Gobierno del intruso.
Don Vicente estuvo en París hasta 1820, y cuando el Gobierno anuló el decreto de la Junta Central de Cádiz, en que declaraba a los ministros y empleados del rey José traidores a la patria, a la religión y al rey, volvió a España con otros josefinos.
Era González Arnao hombre sinceramente liberal; amaba la libertad como algo necesario para la vida y no le preocupaba gran cosa la cuestión de personas.
Al entrar en España vio que no se podía vivir en Madrid; que entre comuneros y masones estaban acabando con el régimen constitucional; quiso mediar entre unos y otros, y enemistado con los dos bandos, se volvió a París.
En el lapso de tiempo comprendido entre la segunda época constitucional y la primera amnistía otorgada por Fernando VII poco después de su matrimonio con María Cristina, don Vicente llegó a ser el abogado de los proscritos españoles no sólo de Francia, sino de toda Europa.
Tenía Arnao por entonces su despacho en una de las calles más animadas de París, la del Faubourg Montmartre, y su casa era un constante subir y bajar de personas que iban a consultarle.
Entre los políticos y escritores franceses contaba Arnao con amigos ilustres, y en esta época sentaba con frecuencia a su mesa a Destutt Tracy, a Armando Carrel y al historiador Mignet.
González Arnao podía alternar con ellos; era un hombre muy culto; sabía el latín y el griego admirablemente y conocía a la perfección los idiomas modernos: el francés, el inglés y el alemán.
A finés de 1831, Arnao marchó a España y dejó su bufete a su secretario y socio, un catalán llamado Pagés.
En 1838, don Vicente volvió de nuevo a Francia y estuvo en Bayona y en París por asuntos relacionados con la guerra carlista. Mientras él acudía a la Embajada de España y celebraba consultas en la calle del Faubourg Montmartre, su antiguo secretario corría medio París en su cabriolé.
Arnao, a quien fui a visitar por encargo de Aviraneta y a darle datos de las conjuras que se fraguaban en Bayona para reanudar la guerra después del Convenio de Vergara, me recibió muy afectuosamente.
Después de una larga conferencia me dijo:
—¿Quiere usted comer esta noche conmigo?
—Con mucho gusto.
—Comeremos en el Rocher de Cancale. ¿Sabe usted dónde está?
—No.
—Pues entonces mi amigo Pagés le irá a buscar a su casa. ¿Dónde vive usted?
—Vivo en el hotel de Embajadores, calle de Santa Ana, 75.
—¡Oh, lo conozco! Allí hemos conspirado los españoles durante mucho tiempo. Espere usted a Pagés; irá a buscarle al anochecer.
—Muy bien. Le esperaré.
Me fui a la fonda, y, efectivamente, antes del anochecer se presentó el señor Pagés a buscarme. Subimos al coche, que esperaba a la puerta, y nos encaminamos al Rocher de Cancale.
Aguardamos un rato y, uno tras otro, se presentaron los tres comensales que iban a cenar con nosotros. En total éramos cinco: Arnao, Pagés, un cura vizcaíno, don Ignacio, que hacía mucho tiempo vivía en París, expulsado de España por afrancesado, y el barón de Oiquina.
El barón de Oiquina era un viejo que, a pesar de ser exageradamente atildado en el vestir, resultaba no sólo un hombre serio, sino una persona respetable.
Tendría el barón más de setenta años; era sonrosado, de ojos azules, de cabellos blancos, que parecían vellones de lana. Iba rasurado, vestía de claro y tenía el tipo y el porte de un lord inglés.
Su larga permanencia en Francia le hacía hablar con giros extraños y con muchos galicismos.
El barón de Oiquina vivía habitualmente en una propiedad de una hermana suya, próxima a Bayona, y había ido por entonces a París a pasar unos días.
Por lo que me dijo Arnao, el barón había sido subprefecto de Valladolid en tiempo de José Bonaparte, y en vez de evolucionar, como casi todos los afrancesados, en sentido reaccionario, se distinguía por sus ideas avanzadas.
Durante la comida, Arnao, el barón y el cura don Ignacio recordaron escenas, anécdotas y personas de España y Francia.
Salieron a relucir el general Mina, Galiano, Mendizábal, Istúriz, Lafayette, el general Berton, Caron, Vaudoncourt, Cugnet de Montarlot y otros más.
—¿Y usted no le ha conocido a Aviraneta? —le preguntó González Arnao al barón, de pronto—. Este caballero, el señor Leguía —y me señaló—, es amigo suyo.
—¡A Eugenio de Aviraneta! ¡Sí, hombre! Le he conocido cuando era un muchacho joven como lo es ahora el señor Leguía.
—Entonces hará mucho tiempo.
—¡Figúrese usted! El año 12.
—¡Qué raro!
—Sí; yo era subprefecto de Valladolid por el Gobierno de José Bonaparte. Un día se me presentaron dos jóvenes, acompañados de un capitán francés, que les recomendaba para que les diera un pasaporte. Dijeron que eran comerciantes; pero yo sospeché que eran guerrilleros. Y ¿hacen ustedes mucho comercio? —les pregunté—. Sí; no estamos descontentos —contestó uno de ellos, que era Aviraneta; y un relámpago de ironía brilló en sus ojos. Aquella mirada y aquel perfil de aguilucho no se me borró de la imaginación. Cuatro años después le volví a ver en París… ¡Aviraneta! ¡Qué tipo! Ha debido de tener una vida curiosa ese hombre.
—¿Estará ya viejo? —preguntó el barón.
—No mucho —dije yo.
Habíamos concluido de comer y de tomar café y, retirándonos de la mesa, nos preparábamos a encender unos habanos.
—Don Joaquín —dijo Arnao, dirigiéndose al barón.
—¿Qué quiere usted, querido?
—Creo que le conozco a usted bastante bien.
—Es posible; no digo que no.
—He notado que el nombre de Aviraneta le ha sugerido intensos recuerdos…
—Sí; es cierto.
—¿No querrá usted contarnos en qué circunstancias conoció usted a Aviraneta cuatro años después de verle en Valladolid?
—¿Qué supone usted?
—Supongo que Aviraneta y usted no estarían quietos cuando se encontraron por segunda vez en París y que tramarían alguna cosa.
—¿Y quiere usted que la cuente?
—Creo que nos haría usted pasar un buen rato contando lo que fue.
—Estos señores se van aburrir…; preferirán ir al teatro… a ver Lázaro el pastor, la última obra de Bouchardy, el éxito del día.
—Yo, por mi parte —dije—, prefiero oírle a usted que ir a cualquier teatro de París.
—Muchas gracias.
El socio de Arnao pretextó que tenía que verse con un agente, y se fue; el cura don Ignacio, González Arnao y yo acercamos nuestras butacas a la del barón. Este se puso a contemplar melancólicamente la ceniza de su cigarro hasta que levantó la cabeza y comenzó así su relato: