JURA DE LA CONSTITUCIÓN
SE puso el Vulcano en franquía, enderezó el rumbo a Inglaterra, y a las diez o doce horas de navegación, después de marearnos todos, pasamos las corrientes del Canal de la Mancha y entramos en el Támesis.
Estuvimos en Londres sólo unas horas; Riego se quedó allí, donde formó un cuerpo militar con muchos refugiados españoles, y volvió a la península meses después.
Aviraneta, Ganisch y yo tomamos pasaje para España en un paquebote, en donde iban únicamente treinta y tantos pasajeros. La navegación fue feliz y el tiempo bueno.
Al acercarnos a La Coruña, al pasar por delante del castillo de San Antón, se levantó de improviso una racha de viento favorable, que aprovechamos para acercarnos a la ciudad; con el anteojo veíamos a la gente que se agolpaba en el paseo de la Alameda. Luego el viento se nos puso de proa y creíamos que no podríamos pasar. Así estuvimos un cuarto de hora, al cabo del cual cambió el viento, y entramos en el puerto a las tres y media.
El muelle y el paseo estaban ocupados por una multitud que nos recibió con aclamaciones y aplausos.
Bajamos y fuimos a una posada de la calle Real.
Por la tarde me llamó el general Lacy, que mandaba el ejército, y me dijo que se iban a formar dos batallones con los oficiales y clases que venían repatriados.
En dos días se organizaron los batallones y nos pasó revista Lacy. Una semana más tarde mandó formar el cuadro en el patio del cuartel y pronunció una corta arenga. Después se celebró la jura.
En el centro del patio se había levantado una pila con tambores, poniendo encima los Evangelios, un ejemplar de la Constitución y la bandera del regimiento.
Juraron el nuevo Código nacional: primero, el coronel y un oficial de cada grado; en seguida, un sargento, un soldado y un cabo de cada batallón.
El general Lacy recogía el juramento con el tricornio en la mano. El que iba a jurar se arrodillaba delante de los tambores, colocando la mano en el libro santo.
Preguntaba el general:
—¿Juráis a Dios y prometéis guardar y hacer guardar la Constitución y defender al rey?
—Sí, juro.
—Si así lo hacéis, Dios os lo premie, y si no, os lo demande.
Después de esta ceremonia me reuní con Aviraneta, que me dio cuenta del dinero que le había entregado mi madre y de la forma en que lo gastó.
Yo no quise oírle; le abracé y le rogué que se quedara con lo que sobraba. Él no aceptó, y entonces nos lo repartimos entre los dos.
Poco después hubo en La Coruña varios días de iluminación por la llegada de Fernando VII a Madrid. El general Lacy fue suspendido de su empleo y sustituido por Bassecourt, lo que a los constitucionales sentó muy mal.
Al despedirme de Aviraneta le pregunté:
—Y ahora, ¿qué vas a hacer?
—Me voy a Soria o a Navarra a vegetar.
Yo marché a Madrid a abrazar a mi madre.