EL «FENIX», LA «SOFIA» Y EL «VULCANO»
A las ocho de la mañana estábamos en el puerto Riego, Aviraneta, el chino de La Haya, Ganisch y yo.
Nos dijeron que nos apresuráramos, porque el Fénix iba a salir.
Los bateleros nos hicieron pagar la friolera de tres coronas inglesas por persona por llevarnos al buque, que estaba a un tiro de fusil.
Llegamos al Fénix, y el barco se quedó sin moverse. Intentó salir, y no salió. En vista de esto volvimos al muelle, hablamos al comisario inglés, y este nos dijo que la que partía de veras era la corbeta Sofía, que iba directamente a España. Dijimos al comisario inglés que nos devolviera el dinero, que iríamos en la Sofía; pero el comisario contestó que no, que nada tenía que ver un barco con otro.
Nos metimos en una lancha, que no nos costó tanto como la primera, y fuimos a la Sofía. El buque era un brick holandés pequeño; llevaba treinta oficiales españoles, sesenta soldados, entre ellos algunos ingleses, y otros pasajeros.
No había sitio para tanta gente.
Llegó la hora de comer, y nos dieron como ración para seis un pedazo de carne salada de tres libras, un poco de harina, un puñado de pasas, un cuartillo de ron y galleta.
Algunos oficiales fueron a pedir más ración; pero el capitán les volvió la espalda. Aviraneta tenía dinero y compró suplementos al cocinero, y además contrató con él que nos hiciera la comida. Con la harina, metida en un saco de lienzo, las pasas y un poco de sebo hacían un pudding muy pesado; una pasta que parecía de engrudo.
A la mañana siguiente creímos que íbamos a salir, y nada; en cambio, el otro transporte, el Fénix, donde habíamos estado el día anterior, pasó por delante de nosotros con las velas desplegadas.
El chino nos saludó al pasar, y nos dijo en castellano, maliciosamente:
—Buda puele más que Clisto.
No quise contestar nada a aquel pobre salvaje.
El capitán de la Sofía, al ver nuestra desesperación, dijo que a la mañana siguiente saldríamos.
Vino la mañana; los marineros empezaron sus preparativos; todos los soldados y oficiales ayudamos a la maniobra, tirando de los cables; pero el barco no se movió. El capitán, muy tranquilo, dijo que la Sofía estaba encallada en arena y que había que esperar a que la marea subiera más.
Al día siguiente ocurrió lo mismo; la Sofía no quiso salir. Tres días pasamos así, sometidos al capricho de la Sofía y al pudding con engrudo, hasta que el capitán confesó que el barco se iba poniendo muy pesado y que había que descargarlo para que pudiera moverse.
Bajamos a tierra y volvimos a ver al comisario inglés. El hombre, cínicamente, dijo que el haber pagado antes no valía, y solamente a Ganisch, al ver que no se separaba de él y se miraba los puños, le devolvió el dinero.
Por la tarde llegó un transporte inglés, el Vulcano.
Intentamos embarcar, pero nos dijeron que no podía ser. Acababa de venir un embajador austríaco que iba a Londres con su séquito y le habían reservado todos los puestos del transporte. Aviraneta se puso como un loco y dijo mil disparates y barbaridades, sin comprender que los diplomáticos tienen asuntos más importantes que las demás personas.
El comisario indicó que nos prepararían otro transporte, cuando llegó un aviso de que el embajador austríaco no podía salir aquel día. Por lo tanto, embarcábamos para Londres.
—¡No se pueden ustedes quejar! —nos dijo el comisario inglés.
Nosotros torcimos el gesto. Era demasiada broma. Genisch hizo una de las suyas: al subir al barco aparentó que tropezaba, se agarró al comisario inglés y cayó con él al agua.
El inglés salió sin sombrero y chorreando como un perro, y esta falta de respeto de Ganisch fue muy celebrada por Aviraneta y por todo el equipaje del barco.