VII

EFECTO DE SOL EN EL TECHO DE UNA POSADA

AL día siguiente pasamos la desembocadura del Mosa y salimos a Brielle. De Brielle marchamos a Hellevoetsluis, que está en una gran ensenada. De aquí salían casi diariamente paquebotes para Inglaterra.

En Hellevoetsluis las posadas estaban llenas; no cabía en todo el pueblo una rata, y nos dijeron que fuéramos a alojarnos al cuartel. Fuimos a ver el cuartel, que era un lugar horrible y sucio.

En vista de esto, nos dedicamos, cada uno por su lado, a ver si encontrábamos posada.

Yo vi un cuarto como un camarote, que lo alquilaban por dos coronas inglesas; Riego, una alcoba en una casa; Aviraneta dijo que lo único con que se había topado era una sala de billar, y Ganisch, que tardó mucho, dijo que había encontrado un cuarto magnífico, cómodo y barato, en una posada de los alrededores.

Riego se quedó en el pueblo, y nosotros fuimos con Ganisch, y, efectivamente, nos hallamos con un cuarto muy hermoso, con dos camas.

La dueña de la casa era una vieja que tenía una criada rubicunda, gruesa, muy blanca, con la cara ancha, algo parecida a esas mujeres de los cuadros de Rubens. Ganisch comenzó a andar tras ella, mientras Aviraneta y yo charlábamos.

Cenamos muy bien, nos acostamos en el cuarto grande Eugenio y yo, y nos despertamos con un espectáculo verdaderamente grotesco.

Había concluido de rezar mis oraciones y estaba en el momento de conciliar el sueño, cuando oí un grito y un ruido de cascotes que caían sobre mi cama.

—¡Eugenio! —dije.

—¿Qué?

—¿Has oído?

—No; ¿qué pasa?

—Que cae algo de arriba.

—No he oído nada.

Encendí la luz, miré al techo, y ¡cuál no sería mi asombro al ver que este cedía e iba apareciendo encima de mí, entre briznas de heno, como un sol de carne, la parte posterior de la criada rubicunda de la posada!

—¡Eh!, ¿qué es eso? —exclamó Aviraneta, como si la parte aquella al descubierto de la criada le fuera a contestar.

Aviraneta se levantó de la cama, se puso un abrigo, salió del cuarto y subió las escaleras al pajar. Por lo que me dijo, se encontró a Ganisch, que intentó esconderse y ayudó a la criada rubicunda a salir del atranco en que estaba, pues por poco se cae desnuda encima de mí. Después de haber aconsejado a los dos que escogieran sitio más sólido para sus experiencias, se volvió a acostar, riendo a carcajadas.

Al día siguiente salimos de la posada de la criada rubicunda y nos fuimos a ver a un comisario inglés, a pedirle plazas en un barco.

El comisario era tipo quisquilloso y antipático, y nos dijo que debíamos pagar los billetes por anticipado si queríamos que se nos reservaran los puestos. Lo hicimos así, y nos dijo que nos presentáramos al día siguiente, por la mañana, en el muelle.