EL CHINO DE LA HAYA
AL día siguiente nos presentamos en casa del embajador inglés lord Clancarty a que nos dieran los pasaportes para entrar en Inglaterra.
El embajador, que era un inglés de estos ridículos y soberbios, nos trató muy desdeñosamente, y después de hacernos esperar mucho tiempo, nos envió los documentos con un criado.
Hecha esta diligencia, volvimos al hotel.
Había por las calles de La Haya gran animación. El príncipe de Orange acababa de llegar procedente de Inglaterra, en cuyo país había permanecido el tiempo que Holanda estuvo ocupada por los franceses.
Con este motivo se celebraban fiestas y se organizaban cuerpos de voluntarios que iban a reunirse a los aliados.
Aviraneta decía que era cosa extraña que los pueblos que se habían prestado a morir por unos reyes que se escapaban de su país en el momento del peligro los recibieran a estos, al volver, con entusiasmo.
Aviraneta no podía comprender que un rey no es un hombre. No estábamos en aquellos momentos para discutir, porque nos encontrábamos cansados de tanto ajetreo.
Creíamos que podríamos embarcarnos puerto de La Haya, llamado Scheveningen, al día siguiente; pero allí no había ningún paquebote inglés y nos dijeron que teníamos que ir a las bocas del Mosa.
Nos resignamos a quedarnos en La Haya por aquella noche. En la fonda, en la mesa, encontramos un chino que iba a embarcarse para su tierra.
Sabía un poco de francés y de español y hablamos con él. Yo le dije que iría verdaderamente asombrado de la civilización de Europa, y me contestó que no; que Europa le parecía una cosa despreciable. Me quedé atónito. Riego y Aviraneta se reían.
Preguntándole por qué tenía una idea tan mala de nuestro continente, dijo que en su país no se mataban los hombres como en Europa, ni se quemaban las casas; que allí el matar no tenía valor, sino el saber y las virtudes.
Le quise convencer de que debía tener más respeto por nuestra civilización, primeramente por creer nosotros en la única religión verdadera, que es la Católica Apostólica Romana, establecida por Cristo y su Iglesia, y gozar nuestros países de los mayores adelantos, a lo que contestó el chinito que la única religión verdadera es la establecida por Buda, y que hay mayores adelantos en China que en Europa.
Si hubiéramos estado en España le hubiera dirigido a algún sabio padre inquisidor para que convirtiera a aquel bárbaro; pero en Holanda descuidan los asuntos de conciencia y no hay inquisidores.
El tal chino era malicioso en extremo y se burlaba de cuanto veía de una manera verdaderamente molesta.
Ya no me faltaba más sino que, después de haber sido vejado durante todo el camino por alemanes, holandeses, italianos e ingleses, viniera un ridículo chino a reírse de uno.
Al día siguiente, en compañía del chino, salimos de La Haya por las calles, adornadas con arcos de triunfo y guirnaldas para el paso del príncipe de Orange.
Llegamos a Maassluis, e inmediatamente fuimos al embarcadero a pasar un brazo de mar que comunica con el río Mosa.
En la punta del muelle encontramos un correo de gabinete inglés que se llevó con su comitiva las barcas. Esperamos a ver si volvía; pero como tardaba mucho, después de calarnos hasta los huesos tuvimos que retornar al pueblo.
Las posadas en Maassluis estaban ocupadas, y nos repartieron en casas particulares. A mí me llevaron a la de un médico, donde no había nada que comer. Parece que el domingo hay por allá la costumbre de tener las tiendas cerradas. Comí unas patatas y un poco de queso y estuve en un cuarto calentado con una estufa de turba, que olía muy mal y que me dio dolor de cabeza. Mientras tanto, el médico, cirujano o lo que fuese, me echó un discurso en mal francés, diciendo que explicara a los españoles lo que era la tolerancia, y cómo allí convivían los católicos, los presbiterianos, los luteranos y los judíos en paz. Le dije que esto sería cierto, pero que en España, en cambio, no se tenía la costumbre de molestar a los huéspedes.
Se calló el médico y no me habló más.