IV

UN PAÍS TRANQUILO

DESDE Colonia hasta la entrada de Holanda pasamos Dusseldorf, Arnhem y Münster, y de este pueblo, notable por sus anabaptistas, tomamos el camino de Zwolle, que nos dijeron era el mejor.

Íbamos en una silla de posta abierta. Hacía un frío terrible; el camino estaba cubierto de nieve y tenía no solamente agujeros y baches, sino verdaderas lagunas de más de una vara de profundidad, en parte heladas y en parte, no.

En los sitios donde el hielo se hallaba compacto, los caballos corrían por encima fácilmente; pero donde se encontraba roto y a medias fundido, se hundían las ruedas y era muy difícil salir del atranco.

Afortunadamente, los caballos eran buenos y el cochero muy hábil. Gracias a esto pudimos salir con fortuna de aquellos malos pasos.

Después de la silla de posta tomamos un carro y, molidos por el traqueteo de cincuenta horas de camino, llegamos a Zwolle, pueblo de Holanda, a no mucha distancia del golfo de Zuiderzee.

Zwolle es un pueblo muy limpio, de calles rectas. Preguntamos si podríamos encontrar barco para Inglaterra en el Zuiderzee, y nos dijeron que probablemente no lo encontraríamos. En vista de esto tomamos asiento en la posta para Utrecht, con la idea de ir a La Haya, en donde nos dijeron hallaríamos con seguridad transportes.

En Nijkerk nos encontramos sin tiros al llegar a la posta. Había pasado unas horas antes el hermano del príncipe de Orange con mucha comitiva, llevándose todos los caballos. Tuvimos que aguardar a que trajesen otros, sentados al lado de la estufa, dando cabezadas, hasta la noche, en que volvimos a ponernos en camino.

Llegamos a Utrecht, ciudad hermosa, con calles magníficas, de mucho comercio y hermosos canales. El cochero nos dijo con sorna que en Utrecht se recordaba mucho a Carlos V y a los españoles; pero parece que se les recordaba como a una enfermedad mortal.

Paramos poco en Utrecht; tomamos una diligencia con cuatro caballos y salimos en dirección a Leyden, con tiempo claro y muy frío.

Los caminos en Holanda están muy bien cuidados; pero son estrechos hasta tal punto, que en algunos parajes, si se encuentran dos coches, el uno o el otro tiene que pararse.

Los árboles de la carretera, muy bien cuidados, forman alamedas, y por entre su ramaje se ven canales de agua inmóvil.

Cuando pasamos nosotros, los canales estaban helados, y en la proximidad de los pueblos los chicos patinaban y se deslizaban en trineos.

Continuamente, a un lado y a otro de la carretera, aparecían granjas, huertas, jardines, bosques, casas de madera, todo limpio y arreglado.

Los holandeses son gentes que lavan con frecuencia las fachadas de sus casas y se cuidan de los más pequeños detalles; así que su país da una impresión de orden y de limpieza muy agradable. Llegamos a Leyden, ciudad rodeada de agua por todas partes, con el río, un canal alrededor como el foso de una ciudad amurallada, y otros varios canales por las calles.

El pueblo estaba amotinado contra los franceses, que ya se habían marchado de allí; manera de amotinarse muy cómoda. Al parecer, los soldados de Napoleón, mientras ocuparon Leyden, no habían dejado hueso sano a los hombres, ni doncella íntegra en unas leguas a la redonda.

Los habitantes de Leyden se habían vengado de los invasores cogiendo a los dependientes encargados del cobro de derechos que percibía el Gobierno francés, metiéndolos en toneles y echándolos al agua.